Lo aciago

Lo define la Real Academia Española como aquello "Infausto, infeliz, desgraciado, de mal agüero". Y agrega a renglón seguido, que dícese también del azar o de la desgracia, aunque advierte con una abreviatura que se trata de acepciones hoy en desuso.
No sé si comparto mucho esta distinción semántica, pues el azar muchas veces se nos presenta como aciago, es decir, infeliz o desgraciado. ¿Acaso no es el azar el que provoca una falla mecánica al vehículo, el malograrse un grifo de la cocina o cierta enfermedad? Desde el punto de vista estrictamente científico no existe el azar: la falla mecánica del vehículo tuvo sus causas ciertas, lo mismo el malogrado grifo y aun la enfermedad aquella. Tampoco desde el punto de vista sobrenatural, o teológico, existiría el azar: finalmente, todo está en los planes de Dios. Pero para nosotros, pobres seres humanos simples y corrientes, buena parte de la vida es azar; cierto porque no somos científicos y cierto también porque no andamos conectados con lo Alto. Pero mucho más cierto porque, simplemente, nuestra pequeñez es asaz pequeña y debilucha, miope y corta de vista.
No solo no somos capaces de verlo todo, sino de preverlo: de adelantarnos a las circunstancias. El mundo y sus avatares son demasiado grandes frente a nuestra nimiedad. ¿Qué hacer? Pues nada. Es decir, aceptar lo aciago como parte de esa misma vida, contar con él y sus consecuencias. "Al mal tiempo buena cara", reza el dicho popular, de una sabiduría profunda, como siempre.
Ahora bien, y parafraseando al evangelista, cabría decir que "no solo de lo aciago vive el hombre, sino también de sus certezas". Pocas, pero ciertas.