Viernes, 29 de Marzo de 2024

Hombres invisibles condenados al olvido

ArgentinaLa Nación, Argentina 17 de febrero de 2019

Todas las tardes, en la hora del crepúsculo, cuando la luz invita a la melancolía, dedicamos un momento a conversar sobre la eternidad

Todas las tardes, en la hora del crepúsculo, cuando la luz invita a la melancolía, dedicamos un momento a conversar sobre la eternidad. Nos interrogamos sobre la memoria y el olvido, soñamos un mañana lejano del que no seremos ya testigos, sentimos una punzada en el estómago cuando se nos descubre, otra vez, esa fatalidad: estamos condenados a que nadie nos recuerde.
El juego sucede en medio de la Redacción; lo incita una nadería, la modestísima tarea que compartimos junto a un compañero del oficio, que consiste en escribir piezas menores de la edición del día. Uno se ilusiona en la adolescencia, cuando es estudiante, con los grandes textos, imagina vagamente que está destinado a elaborar piezas memorables, pero termina dedicándoles esfuerzos a las tareas menores que exige el gran espectáculo: entre bambalinas, entre sombras y lejos del aplauso del público, consume las horas en el ajuste de decorados, en el bordado de chaquetas y vestidos, en el movimiento de trastos detrás del cortinado. Son tareas pequeñas que requieren todos los oficios. En un diario, esas minucias podrían ocupar una edición entera, y de las más abultadas.
Todas las tardes, entonces, mientras nos ocupamos de bruñir esas piezas, nos preguntamos si los arqueólogos del mañana querrán averiguar quién se ocupó de ellas. Sabemos que no ocurrirá, desde luego, pero nos divertimos con esa pregunta, que de seguro desnuda un rasgo de vanidad, como un modo de sobrellevar esas fatigas.
Podría decirse de esas modestas intervenciones aquello que un crítico deslizó con malicia sobre un escritor de obra poco memorable: uno va olvidando lo que él escribe a medida que va leyéndolo. Alrededor de la minuciosa elaboración de esa tarea de edición (los colombianos lo llaman con gracia "la carpintería"), quizás en un gesto de tardía adolescencia y no conformes con la idea de que nadie habrá de recordarnos por esos menesteres, nos reímos imaginando la pesquisa que en las hemerotecas emprenderán los arqueólogos del porvenir cuando lean esas piezas minúsculas. Son los nimiedades casi invisibles de un edificio de imponente arquitectura, que no requieren de la visión artística de la obra ni aun de su ingeniería, sino del oficio de quien prepara la argamasa y coloca luego ladrillo sobre ladrillo.
Siempre creo percibir en el fondo de ese juego alguna clase de angustia, un desasosiego ligero ante la idea inevitable de que seremos olvidados. Sin embargo, esa certeza no impide que cada día nos preguntemos, de manera obstinada, si con la misma tozudez alguien se interrogará acerca de los hombres grises del pasado.
En 1992, Philippe Ariès y Georges Duby dieron a conocer su Historia de la vida cotidiana, una serie de volúmenes que casi inauguraron la escritura de la historia mínima. Lo que interesaba a esos autores no eran los grandes acontecimientos ni la evolución de las ideas que habían movido el mundo, sino los comportamientos y rituales que durante siglos habían seguido los hombres en sus espacios privados. La casa era el centro de esa observación minuciosa: la alcoba, el baño, la cocina, el íntimo momento del rezo y todo cuanto ocurría en el ámbito familiar, doméstico y reservado, de común vedado a la mirada de los otros. Pero a Ariès y Duby, que habían leído bien a los historiógrafos de la Escuela de los Annales, no les importó averiguar esos hábitos en las imponentes personalidades de cada época, sino que prefirieron observar a los hombres comunes, rastrear en los vestigios de esas vidas transcurridas en los márgenes el modo en que los individuos, desde los días del Imperio Romano, habían vivido y soñado, amado y muerto.
La pintura, que es un registro de la historia, suele permitirnos inmiscuirnos entre las paredes de esos refugios. Ocurre, a veces, con la arquitectura. Tengo debilidad por los edificios antiguos. Hace muchos años recorrí los escenarios de la Batalla de Hastings (1066), en el sur de Londres, que marcó el inicio de la conquista normanda de Inglaterra. Recuerdo vagamente la historia de ese enfrentamiento, pero me acompaña todavía el sentimiento de conmoción que tuve al recorrer el castillo y sus alrededores, donde habían sucedido los hechos. No pensé en Guillermo II ni en el rey Haroldo, que encontró en esa contienda la muerte. Me emocionó, sí, transitar por esos mismos lugares donde se había segado la vida de tantos soldados. Hombres pequeños cuyos nombres desconocemos y olvidó, fatalmente, la historia.
PLAYLIST
Mientras escribí este texto escuché: Lush Life. The Music of Billy Strayhorn, Joe Henderson; Tenors of Our Time, Roy Hardgrove; Lady in Satin, Billie Holiday

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