Viernes, 19 de Abril de 2024

Los cuadernos de Abelardo Castillo

ArgentinaLa Nación, Argentina 19 de mayo de 2019

Hay días en que uno siente que no debe salir de la cama

Hay días en que uno siente que no debe salir de la cama. Otros días, puestos a pensar en el oficio, uno siente que simplemente no debe escribir. Las razones posibles de esa renuncia son dos. La primera atañe a todo aquel que escribe y deriva de la acuciante sensación de que eso que llamamos inspiración no ha acudido a nosotros. La segunda razón está reservada a quienes escriben en diarios y ocurre cuando se tiene la certeza de que ese texto no tendrá lectores. En ciertos casos, ambos temores -la palabra no es temor, sino pánico- conviven. En mañanas como esta de sábado, en que una noticia cambia el escenario político de una manera tan dramática -lo dramático alude deliberadamente a la teatralidad de los sucesos- se tiene la evidencia de que eso será irremediablemente así. Escribir es en estos casos lo más parecido a escribir un diario íntimo.
En días como este nos sentamos frente a la máquina de escribir con el amargo sabor de una derrota en la boca. Elijo la expresión máquina de escribir de manera intencionada, con obstinado anacronismo, sabiendo que la expresión ya vetusta en nada traiciona, sin embargo, la función que cumple la computadora que vino a reemplazarla, porque está claro que esta es también una máquina en la que precisamente se escribe. Avanzo en este párrafo con conciencia de que lo hago no en un artefacto, sea este una máquina de escribir o una computadora, sino de puño y letra, en un trozo de papel cualquiera, con la liviandad con que se deja una anotación en plena madrugada pensando que tal vez pueda resultar útil al escribir una historia.
Leí de un tirón las primeras cien páginas de los Diarios (1992-2006) de Abelardo Castillo, el segundo tomo de las memorias del gran creador de El evangelio según Van Hutten (la referencia a la historia del arqueólogo que descubrió los rollos de un evangelio en arameo en el Mar Muerto acaso sea poco acertada, porque el propio Castillo se ocupa abundantemente de ella y de a momentos fustiga ese texto con severidad), y sentí el deseo de escribir un diario personal y abocarme seriamente a la lectura de diarios literarios. Empezaré por los dos que creo tener en mi biblioteca, los de André Gide y Césare Pavese, que leí hace muchos años oblicuamente, inacabadamente, en tramos más o menos breves y a los saltos, distraído por la atracción que siempre encontré en las novelas en detrimento de otros géneros, entre ellos, muy a mi pesar, la poesía, de la que he sido un lector fatal e impaciente.
Los Diarios de Castillo tienen un prólogo breve, pero delicadamente amoroso, de Sylvia Iparraguirre, que fue la mujer de Abelardo durante muchos años y vistos a la distancia el gran amor de su vida, y que se constituyó en su más estrecha colaboradora. En ese prólogo, Sylvia precisa que Castillo "recelaba de la escritura digital porque su velocidad tiende a engañarnos, nos da la sensación de que el texto puede derivar de un tema al otro y que, por mera contigüidad, parece estar bien". El asunto no es menor: Castillo, a quien la verdad en la escritura le importó de modo irrenunciable, le dedica unas cuantas entradas a la computadora. "Una de las ventajas de escribir acá -anota el 28 de mayo de 1992- es que es tan sencillo corregir o intercalar algo que se evitan los riesgos de la excesiva espontaneidad, espontaneidad que se supone es el mérito de un diario, pero que, al menos en mi caso, nunca me permite decir con exactitud lo que quiero".
Sylvia (llamarla por su nombre de pila es una audacia imperdonable porque nunca he estado con ella, pero esa ilusión de proximidad se acrecienta al leer sus textos y al escudriñar la historia de amor que vivieron juntos) completó los Diarios tras la muerte del escritor. Ese trabajo es una declaración de amor y una despedida. La historia de amor, que en este caso creció atada a los libros, insinúa sus reflejos en los cuadernos, que es como prefiere llamar Castillo a sus diarios, un espejo donde reverbera la inteligencia fulminante del autor, además un lector infatigable y maestro de escritores. "Muchas noches, desde que Sylvia está terminando su novela, dormimos separados -escribe Abelardo con abierta voluntad confesional, el 2 de junio de 2006; moriría casi un año más tarde-. Quiero decir que ella duerme en su cama del escritorio. A veces, en plena noche, me levantaría de la cama y la iría a buscar para despertarla y decirle todo lo que la quiero".
Alberto Manguel suele hablar de las amistades literarias. Existen, además, los grandes amores literarios, que nos conmueven con su hermosura y nos distraen de las desdichas del mundo. Este es uno de ellos.
PLAYLIST
Mientras escribí este texto escuché: Complete Piano Trios, Haydn, Beaux Arts Trio; Fantasía para piano a cuatro manos, Schubert, María João Pires y Ricardo Castro

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