Viernes, 19 de Abril de 2024

Justicia franciscana: pan para hoy...

ArgentinaLa Nación, Argentina 22 de septiembre de 2019

La pobreza solo podrá eliminarse con educación y trabajos dignos, no ignorando las leyes para hacer política social a costa de la seguridad jurídica

Las enseñanzas de San Francisco de Asís son la mejor guía para inspirar la conducta humana. Si el desprendimiento, el amor al prójimo y la solidaridad fuesen actitudes difundidas en la sociedad, se tejerían lazos intensos entre las personas, conformando un capital social sobre el cual podría edificarse una comunidad sobria, espiritual e igualitaria.
Sin embargo, esas virtudes cardinales, tan valiosas como pautas morales para la interacción social, no funcionan cuando se trata de reglar, desde el Estado, el comportamiento de poblaciones enteras sin provocar efectos contrarios a los deseados.
Ordenar la vida colectiva es un desafío complejo, ya que en las multitudes se combinan las buenas intenciones con el oportunismo, la generosidad con el egoísmo, el respeto por el bien común con el individualismo más cerril. Después de muchos siglos de prueba y error, se ha comprobado que las democracias republicanas, con división de poderes, independencia de la Justicia, libertad de expresión y de prensa, periodicidad de mandatos y basadas en normas generales, abstractas y estables, suelen alentar conductas más provechosas que cuando solo rigen las buenas intenciones del gobernante y la casuística hace impredecible el futuro. Los países que se desarrollan y reducen la pobreza son aquellos donde existe seguridad jurídica y no donde se pretende que los poderes del Estado emulen al "mendigo de Dios", resolviendo con bondad caso por caso.
Hace unos días, se presentó en Buenos Aires el capítulo argentino de Comité Panamericano de Jueces por los Derechos Sociales y la Doctrina Franciscana, una iniciativa papal que tiene por objeto lograr que los jueces tengan en cuenta no solo la letra de la ley, sino también la situación de quienes concurren a sus estrados, pues "no hay democracia con hambre, no hay desarrollo con pobreza, no hay justicia en la desigualdad", conforme las palabras del papa Francisco.
Asistieron al encuentro el exministro de la Corte Eugenio Zaffaroni, el exprocurador del Tesoro Carlos Balbín, la jueza federal Ana María Figueroa y el juez porteño Roberto Gallardo. También apoyaron la iniciativa Cristina Caamaño, presidenta de Justicia Legítima, y la jueza porteña Elena Liberatore. Balbín, coordinador del capítulo argentino, cerró la reunión expresando: "Lo que estamos discutiendo es si las reglas las pone el Estado o las impone el mercado".
En esta Argentina fracturada, las reglas del fracaso las ha impuesto el mercado político, no el mercado económico. A través de décadas, la política ha sido un mercado persa, donde han ocurrido las más burdas transferencias de ingresos mediante normas dictadas para satisfacer presiones corporativas, compensar apoyos electorales, otorgar privilegios a discreción, obtener votos en el Congreso, ceder a reclamos sindicales, cejar ante pedidos provinciales o simplemente cumplir mandatos ideológicos. Todo ello ha sumido al país en un pozo de improductividad, incapaz de financiar los gastos del Estado, siempre crecientes. Entre las crisis, la inflación y las emergencias, la Argentina exhibe un grado de litigiosidad sin parangón: desde pleitos por el "corralito" hasta disputas por ajustes jubilatorios, desde pedidos de mayores costos hasta alegatos de imprevisión, pasando por toda clase de alteraciones contractuales, pesificaciones, defaults y demandas internacionales.
Esas son patologías que sumergen a los jueces en un océano de demandas, cuanta vez los estados de excepción alteran derechos adquiridos. Y, así, los edificios respectivos crujen con despachos llenos de expedientes y pasillos atestados de causas polvorientas.
En ese contexto de volatilidad normativa, el ciudadano solo puede esperar protección en el ámbito de los tribunales. Se espera que los jueces hagan justicia aplicando la ley y no alterándola con subjetividades. Los códigos de fondo son reglas de juego adoptadas por la comunidad para hacerla sustentable en el largo plazo. El bien común que pretenden esas normas debe prevalecer frente a otras razones quizás conmovedoras, pero ajenas al derecho positivo.
En derecho penal se ha distorsionado la doctrina del falso garantismo, que debería ser correctamente denominado abolicionismo, combinándola con una visión filomarxista: en el capitalismo, los excluidos no delinquirían por su voluntad, sino por culpa de la sociedad que los oprime. De modo que siempre habría causas últimas que justifiquen la acción delictiva y, por tanto, las penas carecerían de sustento moral.
Parece imprudente introducir conceptos similares en el derecho privado, donde existen ya formas de contemplar abusos y desequilibrios, como la lesión subjetiva. A menos que la "opción por los pobres" considere al Estado como una estructura de dominación burguesa sobre la clase proletaria, en cuyo caso todas las leyes serían letra muerta. El respeto a la propiedad, el cumplimiento de los contratos y la obligación de indemnizar quedarían condicionados al perfil socioeconómico del intruso, el incumplidor o el autor de daños.
En esta Argentina sin moneda, sin ahorro, sin inversiones y con un tercio de pobres, la solución no radica en fomentar ideologías que agravan las causas del malestar, sino en rectificar el rumbo para que haya un crecimiento que permita ofrecer educación, salud, habitación y empleos dignos. En 1952 se introdujo el billete de un peso con la efigie de la Justicia sin venda, una "justicia franciscana" avant la lettre. Al confundir a Diké con la justicia justicialista, comenzó el fin de la seguridad jurídica y empezó la larga decadencia, reflejada en la inflación que corroe los salarios, desalienta la inversión y multiplica los pobres.
Durante los casi 300 años transcurridos entre la fundación de Buenos Aires y la Organización Nacional, nuestro país fue un inmenso territorio casi deshabitado, sin caminos, sin cultivos, sin escuelas. La gran transformación ocurrió cuando la nación argentina adoptó una Constitución de principios republicanos y un sistema de derechos y garantías que dio impulso a un crecimiento sin parangón en el mundo.
La clave de ese giro copernicano fue la conformación de un plexo normativo, incluyendo los códigos nacionales, y un Poder Judicial independiente, que dieron efectiva vigencia a los "motores" institucionales del desarrollo económico: el derecho de propiedad y el respeto por los contratos. Cuando la Argentina se convirtió en un país federal, con 14 provincias regidas por normas que aseguraron la simetría entre el esfuerzo y el resultado, entre la inversión y sus frutos, entre lo comprometido y lo cumplido, fue merecedora de un aluvión de inmigrantes en busca de trabajo y de inversiones, para darles empleo.
La seguridad jurídica trajo el ferrocarril, el telégrafo, las escuelas primarias, las obras de saneamiento, los puertos y los faros, los hospitales y las bibliotecas, los molinos y los alambrados, las primeras industrias y los grandes comercios. La movilidad social fue mucho mayor que en el resto de América Latina y Europa, pues los hijos de los inmigrantes pudieron estudiar gratuitamente, graduándose como abogados, ingenieros y médicos. Se desarrolló la clase media, con trabajadores de cuello blanco, profesionales y funcionarios públicos. En 1869, la Argentina tenía 70% de analfabetos. En 1914, se había reducido a la mitad: 35%, y la mayoría de ellos eran inmigrantes, no hijos del país.
La pobreza solo podrá eliminarse con educación y trabajos dignos. Ello exige estabilidad normativa y jueces que hagan justicia aplicando las leyes, no ignorándolas para hacer política social a costa de la seguridad jurídica. El paradigma del progreso está en nuestra propia historia: volvamos a esos principios.

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