Fiesta y melancolía
Toda fiesta alberga una latente melancolía, quizás porque el afán de celebrar conlleva la intención de alejarse, aunque sea momentáneamente, de aquellas tristezas que rondan el corazón y la conciencia
Toda fiesta alberga una latente melancolía, quizás porque el afán de celebrar conlleva la intención de alejarse, aunque sea momentáneamente, de aquellas tristezas que rondan el corazón y la conciencia. En la alegría compartida con los cercanos, en medio incluso de la frondosa algarabía, suele darse un dejo de nostalgia, una leve desazón, que está ahí como si fuese una invitada más, dispuesta a sentarse y brindar en la misma mesa que congrega a los otros comensales.
Reunirse para festejar es una forma de interrumpir las penas que circundan el alma. Así, mientras el que está afligido espera regocijarse al menos durante un rato, el que transita en un ánimo jubiloso busca perpetuar tal sentimiento ante el temor de perderlo por algún contratiempo doloroso y repentino. De ahí que la melancolía, esa tristeza de tono menor que no impide una sonrisa, pero que no se rinde a la trivialidad, sea, en buena hora, un punto de equilibrio afectivo que modera impulsos demasiado alborotadores y contraproducentes.
Una celebración madura evita los excesos, pues sabe que, aun en medio de una genuina y justificada dicha, existe la necesidad de contener las riendas de una felicidad forzada. Conoce que, más que "tirar" la casa por la ventana, conviene departir sobria y animadamente con los presentes, sin olvidar a los que ya partieron de la vida.