Jueves, 25 de Abril de 2024

Jardín sin niños

ColombiaEl Tiempo, Colombia 6 de abril de 2020

Aunque parezca una fecha prehistórica, no ha pasado ni un mes desde aquel viernes 13 de marzo cuando los niños corrían tomados de la mano y jugaban a esconderse, bien juntos y apeñuscados, como les gusta, detrás de un árbol del jardín

Aunque parezca una fecha prehistórica, no ha pasado ni un mes desde aquel viernes 13 de marzo cuando los niños corrían tomados de la mano y jugaban a esconderse, bien juntos y apeñuscados, como les gusta, detrás de un árbol del jardín. Nadie habría imaginado, por más señales que flotaban en el aire, que ese sería su último día de colegio -de amigos, de empujones, de arena en el pelo y de comiditas de mentira-, antes de estas vacaciones que comenzaron a destiempo y que nadie sabe hacia dónde van ni cuánto durarán. No hubo tiempo para despedirse, ni para darles un abrazo -viéndolo bien, ya los abrazos estaban prohibidos- ni mucho menos para entender que estaban (que estábamos) a las puertas de un duelo. Si para nosotros, los adultos, es un duelo incierto, resulta difícil imaginar lo que sienten quienes apenas tienen tres o cinco años, ¡en total!, de experiencia, y perdieron ese ritmo cotidiano con el que transcurrían sus vidas, entre la casa y el jardín. ¿Qué podemos decirles, si no sabemos decir nada; si, por primera vez, todos compartimos esta falta de experiencia? Y, sin embargo, hace cuatro lunes -cuatro siglos-, cuando se cerraron las escuelas, nos ocupamos, más que en hablar con ellos y acompañar a sus familias, en empacar actividades escolarizadas, y pretendimos reemplazar esa reunión de cuerpos, que es la materia prima de la educación inicial, por lo que acordamos en llamar "educación virtual". En medio de la emergencia, quizás necesitábamos buscar pretextos para acompañarlos más que nunca y fingimos "trasladar" a las pantallas las paredes llenas de trabajos y la necesidad de experiencia concreta y sensorial que es la manera de habitar el mundo en la infancia. Y, como si bastara con "empacar" la voz de la profe y las caras de los niños en una plataforma, separamos las cabezas de los pies y simulamos sus cantos y sus danzas rituales, y la profe se volvió youtuber y los amigos se convirtieron en presencias fantasmales. Mal haríamos en no valernos de estas compensaciones tecnológicas que son ahora el sucedáneo de nuestros vínculos antiguos, y que los niños, con su plasticidad cerebral y su capacidad de adaptación, manejan mejor que sus maestros. Sin embargo, no podemos conformarnos con la mera trasposición de unas actividades que fueron diseñadas para otros formatos y que necesitarían procesos de edición y de producción para ser convertidas a lenguajes digitales, y que incluso, suponiendo que buscáramos ese objetivo, no podrían reemplazar ese encuentro de voces y de cuerpos que interactúan, dialogan y se transforman mutuamente en ese espacio colegiado que es el escenario para aprender a vivir juntos. El desafío urgente es el de acompañar a esa nueva "célula educativa" en la que se convirtieron, de un día para otro, las familias. Quizás sería más liberador pensar en antiguos conceptos de educación a distancia y explorar múltiples formas de acompañar y de inspirar a las familias, reconociendo la diversidad de sus circunstancias, sus estilos de vida, y sus incertidumbres (desde médicas y económicas hasta existenciales), para interpretar este momento que modifica profundamente el significado de educar. ¿Cómo sostener a los que sostienen a los niños? Más allá de mandarles voces maquinales, necesitamos resignificar esos cuerpos que cantan, cuentan y contienen y enseñan más sobre las emociones que la proliferación de videos que circulan por las redes. Quizás ahora, cuando nuestras pantallas se han vuelto las drogas más adictivas, necesitamos desenchufarnos y centrarnos en una conversación a muchas voces que explore formas de empatía y compasión y que dé palabras sencillas, a los niños y a los adultos, para vivir el duelo; para nombrar el miedo y la esperanza.
Habitación propia
Yolanda Reyes
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