Jueves, 25 de Abril de 2024

Orlando Figes: "Pese a los nacionalismos, la identidad cultural europea todavía no ha muerto"

ChileEl Mercurio, Chile 5 de julio de 2020

A comienzos del siglo XIX, Europa entraba en una época de paz y prosperidad material sin precedentes, que pondría los cimientos culturales y políticos del continente que conocemos hoy. Unos orígenes que el historiador británico Orlando Figes explora en "Los europeos", traducido por Taurus, un canto al cosmopolitismo y la cultura compartida que llama a recuperar un mundo en peligro de extinción por primera vez desde entonces.

Tras el auténtico terremoto sociopolítico que produjeron la Revolución francesa y las guerras napoleónicas, Europa inauguró después del Congreso de Viena de 1815 un período de paz entre sus países que se prolongaría casi un siglo, hasta 1914. Una época en la que los sucesivos y vertiginosos avances técnicos y culturales propiciaron el desarrollo de un sentimiento de comunidad y confraternización entre los habitantes del continente que no había tenido precedentes en la historia y que sería el germen del europeísmo actual. Esta es la tesis que defiende el historiador Orlando Figes (Londres, 1959) en su exhaustivo y apasionado ensayo "Los europeos" (Taurus), en el que recrea esa sociedad efervescente que vio nacer a un tiempo "el ideal de una civilización abierta y cosmopolita y el nacionalismo político excluyente, una paradoja que todavía hoy sufrimos y debemos combatir".
-Su libro narra cómo por primera vez en la historia el europeísmo pasa de las élites al conjunto de la sociedad. ¿Qué efectos tuvo esa masificación del sentimiento comunitario continental?
"Es cierto que durante siglos ya había existido una idea de civilización compartida por las élites: el concepto de República de las Letras y todo el humanismo renacentista que desembocó en la Ilustración. Pero en el siglo XIX todas las capas de la sociedad comenzaron a tomar conciencia de esas similitudes gracias a las innovaciones tecnológicas, las más importantes, el ferrocarril, que redujo las distancias, y el abaratamiento y la aceleración de la impresión de libros, los que además de hacerse masivos, viajaban cada vez de forma más rápida. Esto fomentó la creación de un sentimiento común que tuvo sus vertientes sociales, políticas y culturales. A nivel cultural asistimos en estas décadas a la popularización por toda Europa de ciertas creaciones que se convirtieron por ello en canónicas. Un corpus plurinacional que ha llegado hasta hoy porque no fue un producto de la élite, ni siquiera de las clases medias burguesas, sino que llegaron a las capas más bajas de la sociedad, también al naciente proletariado, creando el embrión del europeísmo actual, que no se entiende sin ese sentido de comunidad".
-Sin embargo, ese canon entonces transversal, que incluye ópera y filosofía, se considera hoy alta cultura enfrentada a la cultura popular del siglo XX. ¿Continúa representando a la sociedad hoy en día?
"Ciertamente, la cultura era entonces mucho más homogénea porque solo había una. Pero es un error ver esa alta cultura como algo artificial. El canon de obras del XIX, que incluye ópera, filosofía, pintura..., surgió, al igual que la cultura popular del XX, de manera espontánea y se fue conformando por las lógicas del mercado, por los gustos de la gente, no de manera institucional. No obstante, creo que esa brecha abierta a finales del XIX y muy evidente en el XX es cada vez más innecesaria y que, en el fondo, todas las manifestaciones culturales son, en definitiva, cultura, que si sigue viva es porque todavía representa a la gente".
-Describe cómo el desarrollo tecnológico y del mercado propició que el arte, tradicionalmente en manos de mecenas, se capitalizara y comenzara a ser rentable. ¿Qué consecuencias tuvo esto para el arte y para los propios artistas?
"Esa fue la piedra de toque que permitió que la cultura se hiciera popular. Los artistas anteriores al siglo XVIII solo tuvieron la oportunidad de trabajar en cortes de reyes y aristócratas, lo que hacía que sus obras fueran conocidas por un público restringido que además marcaba muy férreamente lo que creaban. Pero a partir del siglo XIX surgió una clase media que podía ser un público consumidor y permitó que los artistas percibieran un salario, haciéndolos independientes de los tradicionales mecenas y de sus restricciones temáticas y formales. Así, esta independencia económica se tradujo en independencia creativa, lo que fue un caldo de cultivo perfecto para el surgimiento del Romanticismo, que triunfó enormemente en un mercado privado recién creado y hambriento de nuevas formas artísticas que huyeran del institucionalista Neoclasicismo".
No obstante, Figes apunta que esta economía de mercado también tuvo sus contrapartidas. "Este nuevo escenario, además de afectar a los contenidos artísticos, también potenció el desarrollo de aspectos más prosaicos como los derechos de autor, la negociación de los cachés y la aparición de representantes, elementos puramente mercantiles". Y es que, junto a la independencia creativa, los artistas también quedaron presos de esa lógica de mercado que llevaba a, por ejemplo, Rossini a escribir dos óperas al año para satisfacer la demanda.
Estos aspectos concretos son los que articulan el relato del historiador, cuyo hilo conductor lo forman la relación triangular entre el matrimonio Viardot-García y el escritor ruso Iván Turguénev, que Figes considera personajes paradigmáticos de esta época. "Pauline y su marido aprovecharon a la perfección las nuevas oportunidades que ofrecía el naciente mercado artístico. Él era un crítico y empresario de afilado olfato para los negocios, testaferro de uno de los más importantes empresarios teatrales del momento. Y ella fue la mejor soprano de su época, la más famosa de una saga de famosos cantantes españoles: la familia García", explica el historiador. A su cosmopolitismo, que los llevó literalmente por toda Europa durante décadas tendiendo puentes culturales por todo el continente -su red de amistades incluía a los Schumann, George Sand, Berlioz, Dickens, Wagner, Saint-Saëns, Chopin, Flaubert, Massenet, Meyerbeer, Rossini, Liszt, Delacroix, Henry James...- se sumó la imprescindible figura de Turguénev, amante de Pauline hasta su muerte, que precedió a Dostoyevski y Tolstói como el escritor ruso más conocido en Occidente y trató de acercar ambas tradiciones incansablemente".
-Sus protagonistas son ejemplos del cosmopolitismo y mestizaje cultural alcanzado entonces. ¿Fue esta expansión lo que provocó, paradójicamente, el surgimiento de los nacionalismos durante el siglo XIX?
"Aunque algunos de esos sentimientos, particularmente el nacionalismo patriótico, eran anteriores, es cierto que ese clima abierto y tolerante generó una reacción contraria. Reacción que también provino en su momento del mundo artístico, con Wagner como ejemplo perfecto del sentimiento de rechazo de lo germánico al ideal integrador francés. Por otro lado, una de las tesis del libro es que estos planteamientos anticosmopolitas, como el nacionalismo político, terminaron provocando el gran estallido que fue la Primera Guerra Mundial. Antes del nuevo orden surgido tras 1914, el nacionalismo no era una fuerza democrática y hoy en día hay partidos políticos nacionalistas en todos los países. Desde siempre ha existido una fuerte tensión entre nacionalismo y cosmopolitismo que es inagotable en la historia y que, en aquel momento, igual que hoy en día, es bastante impredecible".
"El problema del nacionalismo es que disfraza como elementos culturales e identitarios cosas que no lo son. Todo se reduce al plano político y económico y se traduce en el interés por crear fronteras que la mayoría de las veces se basan en mitos e ilusiones de lo que la identidad nacional es o debería ser. Algo absurdo pero peligroso, pues creo que es un rasgo que comparten todos los países. Con el Brexit parece algo característico de Reino Unido, pero debemos tener presente que podría ocurrir en cualquier parte. En cuanto al ideal de identidad comunitaria, pienso que sí se ha promovido en las últimas décadas, pero quizá no de forma correcta. Actualmente Europa es vista desde fuera como un destino turístico para ver monumentos y arte, pero para sobrevivir tiene que ser algo más que eso o algo más que un mercado y una entidad puramente económica. Tiene que confiar en su identidad cultural, en los principios europeos, pero combinar esto con una identidad política sólida capaz de dar una respuesta conjunta a problemas como los abusos de las multinacionales extranjeras y las crisis económicas, migratorias y sanitarias".
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