Viernes, 19 de Abril de 2024

La mujer que quedó atrás

ArgentinaLa Nación, Argentina 21 de enero de 2021

Cada vez que puedo lo digo: no me gusta nada el barrio en que nací porque no tiene nada

Cada vez que puedo lo digo: no me gusta nada el barrio en que nací porque no tiene nada. Solo calles, colegios, locales, restaurantes, edificios, casas y plazas. ¿Por qué será que necesito decirlo? Yo lo quería tanto. En mi infancia no sabía porque nadie sabe durante esos años. Qué época turbia la niñez. Después, en mi adolescencia, estaba enamorada. El centro, a unas cuadras de mi casa. El videoclub recién llegado desde Estados Unidos, también, como la heladería del dulce de leche granizado más rico. Mi abuela, a cuatro cuadras. Mi mejor amiga, a menos de cien metros. Todo encajaba. En quinto grado ya volvía a casa sola después del colegio porque vivía cerca y la ruta era derecha. Tenía todo lo que podía en la palma de mi mano.
Por eso, por aquellos años, cuando competíamos en el campo de deportes entre colegios alemanes de todas partes del país yo gritaba el nombre de mi barrio como si en lugar de cuerdas vocales tuviera garras. Así nos diferenciábamos. Éramos todos "colegio alemán de". Uno de Villa Ballester, otro de Hurlingham, el de Quilmes, el de Bariloche, algunos más y entre todos, nosotros. Temperley, partido de Lomas de Zamora. Y en ese nosotros, yo, con la garganta hecha trizas.
Por muchos años pensé que me alcanzaba. A los 16 años era feliz. Caminaba cinco cuadras y llegaba a donde quisiera. Los viernes y los sábados por las noches con mis amigas íbamos siempre a los mismos únicos bares y nos veíamos entre los mismos. Con apenas algún cambio de vestuario. Había algo de lo predecible que me hacía bien.
Hasta que una tarde llegué a la entrada de una universidad pública en una esquina porteña y a partir de entonces y de a poco, con los días, el castillo del cuento que yo me contaba porque me lo habían contado comenzó a destrozarse, en la mochila que cargaba con libros y cuadernos. Y entre ruinas y despojos ese dolor que se instaló por error o por suerte se transformó en una apertura. Un espacio por el que podían entrar cosas. Sin control. Y entonces empecé a conocer. Gente, ideas, música, lugares. Me enteré de que existía una escuela pública que enseñaba latín a sus alumnos. Que hay restaurantes que solo cocinan comida árabe. Que hay muchos espacios en los que se recita poesía.
Y en poco tiempo esa hora y media, de ida y de vuelta, en tren y subte, que me demoraba para poder estudiar en vez de hacerme disfrutar de la cercanía que me daba el barrio me hizo sentir una soledad imponente, notar que me estaba quedando afuera. Mi barrio empezó a ser una jaula y yo, que jamás había imaginado la posibilidad de no vivir allí, solo podía pensar en cómo hacer para escapar.
No fue fácil. No soy valiente. Pero un día conseguí mi primer trabajo en una redacción y entraba tan temprano en la mañana y en Palermo que resultó imposible permanecer en el conurbano. Entonces me mudé a la ciudad, obligada, y al principio regresé todos los fines de semana porque aún no podía comprender lo que estaba pasando.
No quiero volver a vivir allí y a veces duele. Siento que traiciono a mi familia, a mis amigas que se quedaron, o me convenzo de que no irme hubiera sido más sencillo. Y a la vez me enoja tanto lo que perdí por pasar el tiempo en el barrio que se me tensa la voz.
Otros días me doy cuenta de que ir y luego volver me hace sentir algo muy lindo: me muestra que ya no soy más esa chica que iba a bailar al único lugar al que se podía ir a bailar, con una pollera corta de terciopelo barato, medias negras largas, zapatillas de lona blancas y un buzo con capucha. Que ya no soy más esa chica que pide siempre los mismos dos gustos de helado, que ya no soy más esa chica que se siente segura porque sabe de antemano, que ya no me basta con entrar a un lugar, asentir con la cabeza y sentirme en casa.

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