Jueves, 28 de Marzo de 2024

Las lecciones de Debray

ChileEl Mercurio, Chile 2 de marzo de 2021

Lo que nos mantiene juntos no es la ciencia ni el diván: son los ideales y relatos mitológicos que crean un sentimiento de comunión.

Nació en 1940 en el seno de una familia burguesa tradicional. Se formó en las instituciones más exclusivas, donde fue un alumno excepcional. Tenía la posibilidad de una carrera brillante como académico e intelectual, luego de egresar como el primero de su generación de la reputada Escuela Nacional Superior, pero renunció a esa trayectoria. Pensaba, con Marx, que uno es lo que hace, que el hacer es la verdad del ser. Hay que estar donde las cosas pasan y estas pasan en el sur, sostenía Víctor Hugo. Allá partió, a América Latina. Sus libros fueron la biblia de los movimientos revolucionarios de los sesenta. Después de años, con las cicatrices de la derrota y el desengaño, regresó al único lugar donde realmente pertenecía: a su patria, a Francia. Desempeñó altas funciones en el Estado, ejerciendo una influencia intelectual original y persistente. Es Régis Debray, cuyo último libro, "De un siglo al otro", es una suerte de biografía intelectual con algo de despedida.
La vida intelectual no basta, declara el autor. No es verdad que las ideas hacen al mundo. Sin mediadores, ellas flotan en el aire. Esto le llevó a prestarle más atención a Lenin que a Marx, de quien le atraía su orientación a la acción, al qué hacer.
La revolución era el medio para mover las cosas. Ella ofrecía, además, la oportunidad de estar juntos, de formar parte de una comunidad. Uno piensa solo, pero hace con otros. Siguiendo la revolución se unió a la guerrilla del Che Guevara, para terminar tres años en una cárcel boliviana.
Estando en prisión se encontró con la geografía. Hasta entonces, como parte de una generación trastornada por la ominosa desbandada de Francia frente al nazismo, creía que podía haber comunidad sin territorio. Estando en Bolivia descubrió que uno no es de ninguna parte. El exilio y la pérdida, dice Debray, hace a los patriotas.
Tenemos una pertenencia. Somos parte de una comunidad de acción y destino; de un lugar en el que nos sentimos chez-soi. Esta es la patria: algo que estaba antes que nosotros y que uno siempre porta consigo. Quien no tiene una patria se vuelve un testimonio, no un actor, pues todo lo nuevo nace de lo que heredamos. Trotsky le dejó a Stalin el sentimiento patriótico, y así terminó.
La verdad de la historia no está en lo que tuvo lugar, sino en lo que fue y será contado. De ahí que no hay nación sin narración de su pasado y su futuro, de sus sufrimientos y alegrías; ni política sin leyenda. Pero vivimos en una sociedad que comunica pero no transmite. Comunicar es transportar información en el espacio; transmitir es poner en relación, reconstruir la cadena del tiempo, fabricar la continuidad, pasar el testimonio, crear una civilización.
Con el abandono de la religión, muchas sociedades occidentales se quedaron sin creencias que transmitir. Cierto que estas pueden dar lugar al fanatismo y la violencia, pero su erradicación puede ser igualmente fatal. Cuando uno cree, espera; tiene un pasado que respeta y un futuro que inspira, lo que otorga un sentido al presente, por duro que sea. Cuando no se cree en nada, se sobreestima el valor del conocimiento, y esto conduce inevitablemente al desengaño.
No hay que equivocarse. Lo que nos mantiene juntos no es la ciencia ni el diván: son los ideales y relatos mitológicos que crean un sentimiento de comunión; son las prácticas compartidas que se cristalizan en prohibiciones, sacrificios, rituales, calendarios, liturgias, instituciones.
En un momento como el actual, cuando encaramos un desborde de las narrativas e instituciones en base a las cuales la sociedad chilena sostenía su unidad, cuando los pueblos originarios exigen una idea de nación que les reconozca en sus diferencias, y cuando no faltan quienes miran con displicencia cualquier esfuerzo por edificar una patria compartida, hay mucho que aprender de las lecciones de Debray.
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