Mar en llamas
Editoriales
Ayer venció el plazo de sesenta días que, según la legislación estadounidense, tenía el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, para mantener en marcha la ofensiva militar en el Caribe y el Pacífico sin la autorización expresa del Congreso
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Ayer venció el plazo de sesenta días que, según la legislación estadounidense, tenía el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, para mantener en marcha la ofensiva militar en el Caribe y el Pacífico sin la autorización expresa del Congreso. Sin embargo, todo indica que esta continuará. Con ello se abre un debate interno, pero que trasciende el ámbito de Estados Unidos y toca directamente las reglas que han sostenido por décadas el derecho internacional. La llamada "campaña contra las narcolanchas" se ha caracterizado por bombardeos que han dejado más de sesenta muertos y ninguna persona llevada ante la justicia de ese país ni evidencia pública de cargamentos incautados. La Casa Blanca argumenta que se trata de "ataques preventivos" contra grupos vinculados al narcotráfico y al terrorismo, pero la ONU ha calificado estos hechos como posibles "ejecuciones extrajudiciales". Por su parte, el alto comisionado Volker Türk advirtió que ninguna de las personas a bordo de las embarcaciones representaba una amenaza inminente que justificara el uso de la fuerza letal. No se trata de desconocer la gravedad del narcotráfico ni de negar el derecho de cada Estado a proteger a su población. Pero hay que decir que la forma como se ejerce ese derecho importa tanto como el objetivo que se persigue. Si los principios del derecho internacional humanitario se relativizan -si se acepta que basta una sospecha para usar misiles o drones-, se corre el riesgo de debilitar la estructura jurídica que soporta un sistema internacional que, con todos sus defectos, es en últimas un garante insustituible del respeto a los derechos fundamentales de las personas. Así las cosas, la advertencia de Naciones Unidas es también una invitación a revisar la eficacia real de estas operaciones. Los resultados son, hasta ahora, más simbólicos que tangibles ante poderosas organizaciones con muchos tentáculos. Ningún indicador muestra que esta escalada militar haya reducido la producción o el tráfico de drogas. En cambio, la ofensiva corre el riesgo de agravar la tensión regional, erosionando la cooperación internacional y restando credibilidad a la propia lucha contra el crimen organizado, que es la gran amenaza de las democracias en América Latina. Es necesario un debate sereno e informado sobre resultados, pero también, en especial, respecto a las consecuencias de esta forma de actuar contra el narcotráfico. Es legítimo que Estados Unidos busque proteger su seguridad y combatir el criminal negocio, pero debe evaluar el impacto de hacerlo al margen del derecho internacional y de las garantías jurídicas de las personas. Hay que decir que buena parte del mundo observa con incertidumbre esta nueva doctrina estadounidense por el precedente que sienta y por la expectativa sobre cuál será su evolución. Más que una demostración de fuerza, este episodio debería ser un llamado a la discusión global. El narcotráfico exige cooperación, esfuerzos armónicos de los cuerpos de inteligencia de los países. No se puede perder de vista que la verdadera fortaleza de una democracia se mide no por su poder de fuego, sino por su capacidad de proceder en derecho frente a quienes actúan en contra de la ley.
Se requiere una discusión global.
El narcotráfico exige cooperación y esfuerzos armónicos de
los cuerpos de inteligencia
de los países.