Viernes, 26 de Abril de 2024

En busca del disfrute perdido

ArgentinaLa Nación, Argentina 22 de abril de 2019

El propósito fue generoso desde el origen

El propósito fue generoso desde el origen. La especialista en educación Laura Duschatzky primero concibió su libro ¿Cómo disfrutar de mis clases? (Morata) con la intención de colaborar -a partir de un pedido de ayuda muy concreto- en la ardua tarea de recuperar el placer de la enseñanza, que hasta el docente más entusiasta puede perder casi sin darse cuenta en cualquier recodo del papeleo burocrático, en la erosión de la rutina, en la aspereza o la indiferencia que a veces ganan el aula. Y luego lo escribió con el afán de hacer algo "que sea ante todo interesante", "que den ganas de leer". Se agradece la cortesía.
Nótese que los signos de interrogación en el título disipan (¡qué alivio!) cualquier amenaza de discurso prescriptivo en la línea de los manuales de autoayuda. La autora no ofrece fórmulas ni recetas, sino que se pregunta -y, más importante, invita a sus lectores a preguntarse- de qué manera se puede recuperar la alegría perdida.
En el comienzo hay alguien a punto de hundirse: "¡Ayúdame a disfrutar de mis clases!", implora a Laura una docente universitaria a la que acaba de conocer en Madrid. A partir de esas palabras -y motorizada siempre por un denso intercambio de correspondencia electrónica entre ambas, donde cada una disecciona sentimientos, sensaciones, miedos, esperanzas, experiencias y frustraciones-, Duschatzky enlaza una serie de reflexiones acerca del sentido de la tarea pedagógica, los prejuicios que la opacan, los gestos que la enriquecen y los obstáculos que la dificultan.
Pero en esa búsqueda Laura siembra para que cosechen otros. No solo los maestros. Porque aquí se trata de volver a sentir el placer de hacer aquello que alguna vez nos convocó, precisamente, como una vocación, y que extraviamos en el surco estéril de la repetición automática, el desaliento o el hastío. Entonces, la indagación toca a todos, incluidos quienes se emplean en tareas que no han elegido y cumplen como mero ganapán. Aun allí (si se está alerta y se activa el deseo, claro) se puede abrir hendijas para que entre la luz.
Así, el salón de clases que presenta la autora adquiere los contornos de un gran laboratorio simbólico donde todos, seamos o no maestros, podemos poner bajo la lupa las propias emociones: cómo reaccionamos ante situaciones imprevistas, cuánto confiamos en nosotros mismos (y en quienes nos rodean), cuán flexibles (o rígidos) podemos llegar a ser. En qué momento la creatividad diáfana del juego se hizo yugo de piedra.
En la trama de pensamientos, anécdotas, ejemplos, citas literarias y filosóficas que Duschatzky va tejiendo en torno al oficio de enseñar (de Hannah Arendt a Gilles Deleuze, de Samuel Beckett a Julio Cortázar, pasando por Roland Barthes, Ingmar Bergman o Javier Daulte) brillan unas líneas que toma de Philippe Meirieu: "No nos podemos contentar con dar de beber a quienes ya tienen sed. También hay que dar sed a quienes no quieren beber". La frase sirve como epígrafe al capítulo "La enseñanza como convite" y se abre a un sinfín de variaciones acerca del reto docente de estimular a los alumnos. Pero, una vez más, son palabras que resuenan en otros oídos. Crear esa "sed" en el propio cuerpo, imprescindible para una existencia plena, exige tanta compleja sutileza y al mismo tiempo tanta potencia que puede resultar mucho más difícil que satisfacerla.
En lo que Laura esboza como principios de una "ética docente" van algunas claves que trascienden los muros de la escuela: "No esperar nada de nadie (tarea tan difícil), sabernos falibles y mejorables, sabernos vulnerables y sensibles, trabajar para no endurecernos y anestesiarnos frente a la vida que no siempre se nos presenta fácil, saber que el trabajo colectivo nos potencia y fortalece". Ni poco ni sencillo. Apenas un primer paso hacia el reencuentro con el disfrute, esa felicidad pequeña, imperfecta, frágil y tan necesaria.

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