Radiografía de un héroe

Un héroe es un héroe en cualquier tiempo y lugar. Lo es -sugiere Arturo Pérez Reverte en esta novela sobre el Cid Campeador- por sus cualidades de carácter tanto como por sus hazañas. El protagonista es Ruy Díaz de Vivar, centro del "Cantar" del siglo XII. Nacido en el siglo XI, perteneciente a la clase de "infanzones" (nobleza de segundo orden), desterrado por el rey Alfonso VI de Castilla, se fue a tierra de moros, donde se destacó no solo por su valor en las batallas contra los musulmanes sino por la continuada lealtad a su monarca, a quien -a pesar del destierro- enviaba parte del botín conquistado. "¡Dios, qué buen vasallo, si hubiese buen señor!" reza un verso del Cantar, resumiendo la compleja relación feudal de obligaciones y lealtades entre reyes y súbditos.
La novela enfoca sobre el período que sigue al destierro, el de los enfrentamientos fronterizos entre reinos cristianos y musulmanes, cuando la situación de las alianzas era fluida y no solo se peleaban unos y otros sino que al interior de cada bando había también discordias y rencillas. Es en ese momento que Ruy Díaz es aclamado por los moros como el Cid ("Señor").
Aquí el Cid comanda a unos 200 hombres que lo siguen ciegamente. Serio, callado, intenso, no solo es buen conocedor de la naturaleza humana sino también magnífico estratega militar. Su banda -desamparada por su legítimo rey, el de Castilla- la conforman mercenarios en busca de paga a cambio de su ayuda en las guerras. Cuando fracasan sus intentos de afiliarse a Aragón o a Barcelona, el Cid se aproxima al rey musulmán de Zaragoza, Mutamán, quien busca vengarse de su hermano Mundir, apañado por los reyes que han rechazado al Cid. (Todo ello se da contra el trasfondo histórico de un momento de la Reconquista en que los reinos musulmanes de taifas pagaban impuestos a los reyes cristianos de Castilla-León, Aragón y Barcelona, formando con ellos alianzas que implicaban la defensa mutua.)
La tensión se acumula en los momentos que preceden a las batallas, cuando el Cid idea sus estrategias militares y proyecta los posibles resultados del encuentro. Son momentos bien trabajados literariamente; el lector siente la incertidumbre, la duda y aún el miedo presentes en vísperas de toda acción importante. La tensión se resuelve en las escenas bélicas de acción frenética, especialmente la gran batalla final en que el Cid enfrenta tres ejércitos superiores en números a sus fuerzas. La transformación de los hombres al entrar en batalla resulta dramática: se convierten en máquinas de guerra, empeñados en matar para no morir. Tales pasajes adquieren un cariz cinematográfico. El conjunto cede al detalle: una espada alzada, un golpe brutal, un brazo cercenado, un caballo caído, una lanza incrustada en un hombro. Todo es polvo, sudor y sangre. Las lágrimas de los vencidos -y su suerte cruel- vendrán luego.
El eje de la acción es el Cid, que labra su destino de héroe junto a varios personajes presentes también en el Cantar. Él es físicamente alto, ancho, fuerte, barbudo, serio; compasivo y solidario con los suyos y comprensivo incluso con el enemigo. Esos rasgos se repiten demasiadas veces, aunque el recurso podría referirse al uso insistente de epítetos definitorios en la épica clásica. Son rasgos, además, que se corresponden a los de héroes de otros momentos y lugares: vaqueros, espías o exploradores, por ejemplo, que pueblan la literatura popular -también el cine y las series- de hoy. La gran diferencia en la novela es su trasfondo histórico: la fascinante situación de una frontera incierta que separó -y unió- durante siglos a moros y cristianos, suscitando múltiples y a veces contradictorias alianzas.