Sábado, 11 de Mayo de 2024

El caso contra Google

ChileEl Mercurio, Chile 27 de octubre de 2020

El problema central de las gigantes tecnológicas es de alcance político: se las estima demasiado poderosas.

El Departamento de Justicia de los Estados Unidos inició un caso por legislación antimonopolios contra Google, la empresa dominante en el negocio de búsquedas en la red y avisaje asociado. Según el Departamento de Justicia, Google ha monopolizado ese negocio durante la última década y, para mantener su dominio, ha utilizado prácticas contrarias a la libre competencia. En concreto, habría impedido que sus competidores pudieran desarrollarse, pagando miles de millones de dólares a empresas del sector tecnológico para que su buscador estuviera instalado por defecto y, en algunos casos, para que no aceptaran buscadores rivales. Por ello, la actual escala de Google impediría que la competencia pueda desplegarse sin apoyo judicial.
Se trata de un caso que no es usual en este ámbito, pues los perjudicados no serían los consumidores, sino los rivales de Google. En efecto, generalmente se ha entendido que el objetivo de las legislaciones antimonopolios es promover la competencia, porque eso reduce los precios y aumenta la variedad y calidad de los servicios. En este caso, sin embargo, se trata de un servicio que se ofrece en forma gratuita, a cambio de información de uso de los consumidores que es valiosa para vender publicidad. El relativo fracaso de otros buscadores sugiere que los usuarios lo estiman de mejor calidad. En cambio, no parecen valorar especialmente la privacidad, puesto que no optan masivamente por buscadores que prometen no emplear esa información y que son fáciles de instalar.
Debido al enfoque limitado que tomó la presentación, que no abarca a otras empresas de Alphabet (matriz de Google), el caso produjo una división dentro del Departamento de Justicia. Parte de sus abogados habrían sido partidarios de retrasar la acción para poder ampliar su ámbito, pero al parecer consideraciones de corto plazo resultaron más importantes, en medio de la contienda electoral norteamericana. Ello, en un contexto en que, por otra parte, los 50 estados de los EE.UU. se han unido en una investigación contra Google, mientras que la Cámara de Representantes ha emitido un informe en que acusa a la empresa de abuso de posición dominante en la plataforma Android y en el mercado del avisaje. A su vez, en Europa, Google (y las otras grandes firmas tecnológicas de Estados Unidos) ha debido pagar diversas multas por comportamiento anticompetitivo.
En realidad, el problema central de Google, Facebook y Twitter (y tal vez también de Microsoft y Apple) no parece ser necesariamente de competencia, al menos en el sentido clásico, sino que presenta un alcance político: se trata de firmas a las que se estima demasiado poderosas; de hecho, cuatro de ellas representan la mitad del valor de la Bolsa de Nueva York. Se acusa a varias, además, de incentivar -no intencionalmente, sino como efecto de su modelo de negocio- el extremismo político. Ello, pues sus esquemas de inteligencia artificial, basados en la conducta anterior de los usuarios, funcionan sobre la base de ofrecerles a estos los contenidos que les resultan más atractivos y que confirman sus creencias y prejuicios. Esto -sostienen sus críticos- estaría llevando a que la sociedad se divida en grupos cerrados que, sin acceder a visiones distintas, actúan como cámaras de resonancia, favoreciendo el atrincheramiento y extremando las posiciones.
Los fenómenos de polarización que se observan en el mundo parecen validar esta hipótesis y han llevado a que exista cierto consenso en cuanto a controlar el impacto de estas empresas en la esfera pública. Pero las leyes de libre competencia pueden no ser necesariamente el mejor mecanismo para enfrentar el problema, y recurrir a ellas si no se definen con precisión las conductas cuestionadas puede tener elementos de resquicio. Tal vez sea necesario desarrollar mecanismos legales diferentes para limitar los efectos de las grandes tecnológicas sobre el discurso público, en lugar de emplear las normativas con fines distintos de aquellos para los que fueron desarrolladas.
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