Domingo, 06 de Octubre de 2024

Tipos rudos y silenciosos

ChileEl Mercurio, Chile 7 de julio de 2024

La de Tony Soprano es una de muchas figuras masculinas tan poderosas como tóxicas que continúan marcando a fuego la televisión de este siglo. Considerando lo que se ha avanzado en diversidad, representación e inclusión, ¿por qué el arquetipo del macho alfa sigue generando tanto impacto en la audiencia?

Al entrar en la consulta, el rostro del hombre está en blanco. Sentado en silencio frente a la terapeuta, solo abre la boca cuando ella sugiere que lo derivaron como paciente por un posible ataque de pánico.
- Ellos dijeron que fue un ataque de pánico, porque los resultados de los exámenes neurológicos salieron negativos.
- ¿Usted no cree que lo tuvo?
El hombre resopla. Aunque parece relajado es evidente que le incomoda estar ahí. Da la sensación de que, en cualquier momento, podría pararse y salir por la puerta.
- Mire, es imposible para mí hablarle a un psiquiatra.
- ¿Tiene alguna explicación para lo que le ocurrió?
El tipo se rasca la cabeza. "Quizás sea el estrés. No sé. La mañana en que me enfermé estuve pensando en lo bueno que es construir algo desde los cimientos, y tengo claro que llegué tarde para eso. Sin embargo, ahora último se me ocurre que llegué al final. Que lo mejor ya fue. Pienso en mi padre: a él nunca le fue tan bien como a mí; pero, en cierto modo, tuvo más suerte. Tenía a su gente, sus valores, su orgullo. Hoy, ¿qué tenemos?
- ¿Sintió esa sensación de pérdida con más intensidad en las horas antes de su colapso?
- No tengo idea.
Escrita con precisión de cirujano, la escena inicial de Los Soprano resuena aún más profundo que cuando se emitió por primera vez, hace veinticinco años, a través de HBO. En ella Tony Soprano aún no es un ícono cultural, esa especie de sucesor de Vito y Michael Corleone en el nuevo milenio. No. El sujeto sentado frente a la doctora Melfi es uno más de los numerosos hombres adultos que, inmersos en los problemas y ansiedades de la mediana edad, súbitamente se sienten frágiles, pierden el control y se caen del pedestal en el que han sido puestos por sus familias, amigos, colegas y también por ellos mismos. Será su intento por regresar a ese espacio de comodidad, a su posición de poder, lo que la audiencia seguirá con creciente fidelidad, vértigo y fascinación, a través de seis temporadas; como si en vez de estar frente a la televisión estuviera plantada ante un espejo que la refleja de cuerpo entero.
Soprano no es el único personaje de ficción abrazado por el público con este nivel de pasión. En el último cuarto de siglo -ese que muchos críticos han definido como una era dorada de la TV- varios otros han ocupado un espacio similar. Walter White, el paciente de cáncer que, tras haber sido un apocado profesor de Química, se transforma en un fabricante de drogas, en Breaking Bad. Gregory House, médico con vocación de detective, tan infalible como insoportable, en House. Don Draper, impecable y aparentemente invulnerable ejecutivo publicitario, en Mad Men. Jimmy McGill, abogado, buscavidas y superviviente a todo evento de las tormentas que él mismo provoca, en Better Call Saul. Logan Roy, anciano magnate de las comunicaciones y cabeza de una familia que sólo desea sacarlo del trono, en Succession. John Dutton, ranchero de incontables hectáreas y cowboy a la antigua, en Yellowstone.
Hombres que ascienden. Hombres que caen, se levantan y caen otra vez, en series que generan rating , buenas críticas e inagotable conversación, hasta convertirse en fenómenos mediáticos. Siempre hombres y, casi siempre, blancos. ¿Por qué?
Considerando las numerosas transformaciones sociales que han operado en los últimos años, uno esperaría que los arquetipos de la ficción contemporánea reflejaran mayor diversidad, inclusión y representación de una amplia gama de caracteres y segmentos de la sociedad, y -la verdad sea dicha- se ha hecho el intento: es cosa de revisar el catálogo de streamers como Netflix, Max o Apple para ver hasta qué punto los estudios tradicionales y las productoras independientes han producido y marqueteado programas que intentan difundir una visión más integradora, pero las series que marcan a fondo, las que generan obsesión, son aquellas dominadas por fuertes figuras masculinas en trance de adquirir o defender sus posiciones de poder. Soprano vive pendiente de cualquier pandilla que intente poner un pie en su territorio y algo parecido ocurre con John Dutton, quien en otro tiempo habría sido considerado un pionero del Oeste, pero que ahora hasta sus hijos consideran una suerte de dictador. Nadie va a venir a cuestionar la autoridad y experticia de House o de Don Draper en sus trabajos, pero en lo que respecta a su integridad emocional nadie pondría las manos al fuego. Y qué decir de Logan Roy, corriendo contra el tiempo, contra el mercado y contra sus herederos, con tal de demostrar que solo él entiende a cabalidad su imperio mediático. Las conductas de todos ellos están reñidas con la sana convivencia, el buen sentido y, muchas veces, con la propia ley; pero aún así, el espectador los acompaña hasta el final, como si su carisma fuese imposible de resistir.
En teoría, el magnetismo de estos machos alfa en la TV de este siglo debería ser relativamente fácil de contrarrestar, pero no es tan simple: cuando una serie exitosa gira en torno a figuras femeninas (como ocurre con Sex and the City, Girls, Veep o las recientes Bridgerton y Hacks), invariablemente se trata de comedias y muy rara vez de piezas dramáticas. Si un programa se atreve a cambiar de perspectiva, como pasó en la sexta temporada de House of Cards -cuando se intentó reemplazar a Kevin Spacey con Robin Wright- la estrategia invariablemente fracasa (la serie fue cancelada). Incluso Game of Thrones, la producción televisiva más popular de esta era, y una que se distinguió por diversificar al máximo las características de su elenco, cae en el juego porque sean sus protagonistas hombres o mujeres, sean Stark o Lannister, lo que está al centro es una viril lucha por el poder, a toda costa.
Una de las posibles explicaciones a este dilema, probablemente la más liviana y la más recurrida, sería que el grueso de la ficción televisiva -no la actual sino la de todas las épocas- suele girar en torno a roles protagónicos masculinos con el resto de los papeles (ocupados por mujeres, niños, ancianos, minorías, etnicidades, etc.) cumpliendo funciones secundarias y satelitales respecto del personaje central. Sin embargo, esta tesis se derrumba en casos como el de Friends y Seinfeld, donde ninguno de los papeles protagónicos se impone sobre otro y todos parecen situarse en una condición igualitaria. Tampoco sirve frente a series como Atlanta o The Wire, donde la atención está enfocada en pequeñas o grandes comunidades, con personajes que van asumiendo alternativamente la carga de concentrar la mirada del espectador.
Quizás para entender bien el fenómeno haya que intentar dar cuenta de la atracción que genera Tony Soprano, en su condición de heredero del rol del cacique, de superior entre pares, y de sujeto que atrae tanto por sus luces como por sus sombras. El problema es que, en su caso, este arquetipo -asociado usualmente a los filmes y las series sobre la Mafia- parte condenado desde el inicio. En su cabeza está claro que jamás podrá ejercer su poder como un Corleone: "Ahora último se me ocurre que llegué al final. Que lo mejor ya fue". De modo que, aunque su actuar parece definido por un incansable deseo de mantener el poder adquirido, su esfuerzo es puesto bajo severo cuestionamiento. Por su terapeuta, su esposa, sus hijos e incluso por alguno de sus iguales.
Lo que vincula a Soprano con quien mira sus andanzas, capítulo a capítulo, no es su condición de poderoso sino las cosas que usualmente están ocultas ante los ojos de quienes le observan. Sus fisuras. Su fragilidad. Su percepción de lo que le rodea. Construido por el guionista David Chase, tras pasarse una vida recostado en el sofá de su psicoanalista, el personaje se revela ante el espectador en toda su dimensión crítica: la impresión es que el sujeto que tenemos al frente podría derrumbarse en cualquier momento, y no sobre su trono sino que probablemente en el sofá del living , presa de un ataque de pánico mientras mira la TV. La intensa cercanía, paternal casi, que el actor James Gandolfini aportó a su rol, contribuye a reforzar esa sensación de figura que conoce su lugar, el espacio que ocupa en su medio -su condición de líder y depredador-, pero que aún así se retuerce sin control, incapaz de ejercer ese papel en un escenario donde esta clase de autoridad ya no hace sentido.
"¿Qué fue de esos tipos fuertes y silenciosos? ¿Esa gente que no demostraba sus sentimientos, que iba y hacía lo que tenía que hacer?", se pregunta Soprano en otra de las sesiones con su psiquiatra. Tony se está refiriendo a los personajes que encarnaba Gary Cooper en los antiguos westerns que solía mirar de niño y que proyectaban el tipo de hombre que algún día quería ser. Así, su dilema no es muy distinto al que enfrentan Don Draper, Walter White, John Dutton o Logan Roy, sea que estén aplastados por la inevitabilidad del cambio, la emergencia de nuevos referentes, los achaques de la vejez, la cercanía de la muerte y toda clase de fantasmas privados. Ante tamaños desafíos, su principal arma -su condición de hombre con poder- se revela como una mera máscara, una que se cae sin cesar, que su cara no puede sostener. La tragedia de Tony Soprano -y la fascinación que el personaje aún nos provoca- radica en esa contradicción: al invocar a esos "tipos fuertes y silenciosos" Tony no se resigna al cumplimiento de esa fantasía masculina, incluso cuando la sabe imposible.
Cuando una serie exitosa gira en torno a figuras femeninas invariablemente se trata de comedias y muy rara vez de piezas dramáticas.Hombres que ascienden. Hombres que caen, se levantan y caen otra vez, en series que generan rating , buenas críticas e inagotable conversación, hasta convertirse en fenómenos mediáticos.
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