"Insania" electoral
Acusar al adversario político de insania ha sido una práctica habitual de los totalitarismos, pero en nuestro país, insólitamente, acaba de recurrir a ella quien al mismo tiempo, y sin sonrojarse, dice representar los principios liberales
Acusar al adversario político de insania ha sido una práctica habitual de los totalitarismos, pero en nuestro país, insólitamente, acaba de recurrir a ella quien al mismo tiempo, y sin sonrojarse, dice representar los principios liberales. En efecto, el diputado oficialista Vlado Mirosevic (PL) ha acusado gratuitamente al candidato a gobernador metropolitano de la oposición, Francisco Orrego (RN), de no estar "en su sano juicio". Si se agrega que el argumento es que Orrego tendría un estilo "agresivo" y que busca "enlodar" a sus oponentes, el chascarro se cuenta solo y casi no valdría la pena referirse a él. El punto es que los dichos de Mirosevic, si bien llevan las cosas a un extremo grotesco, no son más que otra expresión de la estrategia con que el oficialismo ha decidido enfrentar la segunda vuelta electoral en la Región Metropolitana.
Dicha estrategia se sustenta en la demonización del candidato opositor. Con más talento que Mirosevic, pero con similar maniqueísmo, la línea la han bajado distintas figuras de la izquierda que han salido a repetir un mismo discurso: aunque la elección del pasado 27 de octubre sugirió un giro hacia la moderación, ese viraje no estaría completo y tendría como gran lunar el que Francisco Orrego haya pasado al balotaje. Según este relato, el postulante RN representaría algunos de los peores vicios políticos. Estridente, polarizante y hasta poco calificado son algunos de los epítetos que le han endilgado. "Todavía no gana la moderación", escribió un columnista, sintetizando el mensaje: la moderación solo triunfará si el abanderado opositor es derrotado.
Desde luego, llama la atención que el oficialismo -el mismo sector que hace dos años pretendía refundar Chile- se autoasigne ahora la facultad de arbitrar quién es o no moderado, concepto que hasta hace muy poco execraban. No menos curioso es el fundamento para descalificar a Orrego: su recurrente participación en un programa de debate televisivo en el que, junto con mostrarse como un polemista duro, ha desplegado un estilo poco habitual -incluso en su vestimenta- para un político de derecha. Por cierto, es legítimo que ese programa no resulte del agrado de muchos, pero pretender que ello sea inhabilitante para desempeñar funciones públicas no solo es absurdo, sino también inaceptable desde un punto de vista de principios democráticos.
Subyace en definitiva a estos cuestionamientos una evidente incomodidad en la izquierda con alguien como Orrego, precisamente por apartarse de sus estereotipos. Así, lo que en figuras de su propio sector valorarían como elocuencia y valentía, cuando se trata de él lo califican como polarizante y confrontacional. Y lo que en otros resaltarían como originalidad y frescura, es denostado como mal gusto. Imposible es no ver asomarse aquí el fantasma del "facho pobre", esa caricatura abominada por la izquierda porque contradice sus prejuicios y desmiente acendradas creencias.
Es claro que, con esta estrategia que tan solemnemente habla de la moderación, el oficialismo persigue otra cosa: polarizar la campaña y transformarla en un falso choque de buenos contra malos. Debiera tener cuidado. Más allá de ser este un recurso que poco contribuye al debate democrático, los últimos eventos en el mundo han mostrado que la descalificación moral del adversario a menudo termina siendo rechazada por la ciudadanía y volviéndose en contra de quienes la impulsan.
El oficialismo no trepida en formas de demonizar a Francisco Orrego.