El rey Midas
El día en que asumió la primera magistratura, el Presidente Gabriel Boric concluyó su primer discurso aludiendo al último discurso de Salvador Allende: "Estamos abriendo", aseveró, "las grandes alamedas por donde pasen el hombre y la mujer libre"
El día en que asumió la primera magistratura, el Presidente Gabriel Boric concluyó su primer discurso aludiendo al último discurso de Salvador Allende: "Estamos abriendo", aseveró, "las grandes alamedas por donde pasen el hombre y la mujer libre". El gesto fue tan poderoso como evocador, y situaba a su gobierno en continuidad directa con el 11 de septiembre de 1973. Si la transición había sido un gran engaño, entonces la izquierda debía retomar el hilo de 1973 para reencontrarse consigo misma. Desde allí debía comprenderse el "Chile despertó": la larga pesadilla neoliberal había terminado. Despuntaba, al fin, la primavera.
La idea era atractiva, aunque, desde luego, involucraba más de una dificultad. Por de pronto, pasaba por alto una distinción crucial para comprender el legado allendista. En efecto, el exmandatario no es recordado tanto por su acción política como por el valor moral de su última decisión; y, sin embargo, resulta virtualmente imposible estar a la altura de ese gesto final. Además, la vida cotidiana de un gobierno no se mueve en el plano épico, sino en dimensiones mucho más pedestres. Gabriel Boric quiso dialogar con la historia, pero debió conformarse con una narrativa indigente, de mera "normalización" (dicho sea de paso, normalización de un desorden que su propio sector había contribuido a producir). Todos los problemas posteriores de su gobierno arrancan de este desajuste. El choque abrupto con la realidad tuvo lugar el 4 de septiembre de 2022 (el calendario ha sido cruel): ese día, se esfumaron todos los espejismos sobre los cuales Gabriel Boric había construido su identidad política. No hubo grandes alamedas, no se abrieron las puertas del cielo. El país no estaba allí donde la izquierda imaginaba.
No obstante, los símbolos ejercen un embrujo singular. Es cierto que los sucesos no habían transcurrido según lo previsto, pero el presidente no renunció a hacer "algo" con el legado de Salvador Allende. En este punto interviene aquello que los franceses llaman "el hecho del príncipe", esto es, una decisión presidencial que debe ser obedecida sin chistar por toda la administración. Si se quiere, es un resabio monárquico. El mismo Gabriel Boric lo reconoció con toda sinceridad en una entrevista reciente: la decisión de comprar la casa de Salvador Allende respondió a su convicción personal. No fue la conclusión de un grupo de trabajo, ni de una política nacional de patrimonio: el presidente decidió, y todo el aparato público debió bailar el ritmo de esa música.
La cuestión puede parecer más o menos anecdótica, pero esa decisión echó a andar un engranaje implacable cuyo último capítulo fue la destitución de la heredera de Salvador Allende. "El hecho del príncipe" consiste precisamente en que la decisión presidencial debe ser seguida a toda costa, sin detenerse en cuestiones técnicas, jurídicas ni administrativas: su voluntad debe imponerse. Es difícil explicar de otro modo que 17 abogados hayan visado la transacción, y que todas las observaciones críticas hayan sido ignoradas como si nada. En el fondo, la administración del Estado se allanó a complacer la voluntad del príncipe. Este es el nudo del asunto: la responsabilidad política es difusa precisamente porque, en este caso, todo pendió de la voluntad del mandatario. El entorno no hizo más que cumplir, con celo admirable, con lo solicitado. De algún modo, el caso revela los problemas del Estado chileno, donde las responsabilidades son tan vagas que nadie sabe quién ni por qué tomó una decisión de este calado.
Aquí es donde el círculo se vuelve a cerrar sobre el mandatario. Gabriel Boric quería comprar la casa de Allende para ser fiel, al menos, a la dimensión simbólica de su promesa del 11 de marzo del 2022. No podría abrir las grandes alamedas, pero al menos podría legarle al país la casa de Guardia Vieja. Sin embargo, incluso un objetivo tan acotado requiere de una pericia técnica que el Gobierno siempre miró con desdén y superioridad. La curva de aprendizaje no ha sido larga, ha sido plana. No hay en el Gobierno ninguna preocupación por las cosas bien hechas ni por la virtud de la laboriosidad. Todo es performático e inmediato. Ni siquiera se pone atención en los detalles de aquello que constituye un patrimonio sagrado para la izquierda. El desprecio por la técnica es total, y lo inunda todo.
La conclusión es obvia: el Gobierno quiso cultivar una relación privilegiada con el legado de Salvador Allende, y terminó haciendo exactamente lo contrario. Es obvio que la familia del exmandatario cometió errores graves, y tiene una cuota importante de responsabilidad, pero el problema político es de Gabriel Boric, en la medida en que logró que la casa de Allende -su lugar más íntimo, el que más se identifica con su vida y trayectoria- quedara lamentablemente contaminado por un gobierno de inexpertos. Dicho de otro modo: la memoria de Salvador Allende fue manipulada y manoseada sin los cuidados más mínimos. El que la centroizquierda se haya prestado alegremente al ejercicio sólo confirma que su abdicación frente a la nueva generación ha sido absoluta, y, en ese punto, no pueden culpar al Frente Amplio.
El 4 de septiembre, Gabriel Boric se quedó sin programa, sin diagnóstico y sin discurso político. Sin embargo, este lamentable episodio lo priva de algo tanto o más significativo para él: lo deja sin símbolos ni gestos a los que recurrir.
El Gobierno quiso cultivar una relación privilegiada con el legado de Salvador Allende, y terminó haciendo exactamente lo contrario. El problema político es de Gabriel Boric, en la medida en que logró que la casa de Allende quedara lamentablemente contaminada por un gobierno de inexpertos.