Un cronista del periódico El Piloto narra, en primera persona, la gesta de Juan Antonio Lavalleja y los movimientos independentistas que terminaron con la dominación brasileña.
Francisco Vázquez Viernes 29 de abril del año de Nuestro Señor de 1825.
Aprovecho este alto en el camino que hemos hecho en la región del Perdido para escribir estas líneas que remitiré a El Piloto, el periódico que ha tenido a bien encomendarme la honrosa tarea de acompañar a los Caballeros Orientales en esta gloriosa cruzada destinada a libertar a nuestra tierra del yugo opresor del Brasil. Mi único objetivo es que estos hechos que vengo relatando no se pierdan en la noche de los tiempos.
Hace diez días desembarcamos en la playa de La Graseada, paraje que, en mi humilde opinión, debería llamarse exclusivamente La Agraciada, pues es de una hermosura tal que en nada recuerda la faena de sebo que, se dice, realizan allí los matarifes sobre el ganado muerto.
Desde aquel día marchamos por los campos de la patria montados a caballo, llevando en alto nuestra enseña tricolor con el lema sagrado: "Libertad o Muerte". A cada paso, nuevas almas se nos suman, atraídas por la llama consagrada de la libertad.
El día 24 del corriente hicimos entrada en Santo Domingo de Soriano, villa que fue prontamente librada de la presencia del invasor. Y hoy, junto al arroyo Monzón, fuimos testigos de un suceso que habrá de quedar impreso en los anales de nuestra historia: el encuentro entre nuestro jefe, Don Juan Antonio Lavalleja, y el brigadier y Comandante General de Campaña al servicio del Brasil, Don Fructuoso Rivera.
Este último había recibido avisos del general brasileño Barón de la Laguna, desde Montevideo, informándole del avance de Lavalleja, a quien se debía perseguir y capturar. Para tal fin, disponía de una fuerza de setenta u ochenta hombres.
Lavalleja y Rivera, cabe recordarlo, fueron antaño compañeros de armas bajo el mando de José Artigas. Mas, tras la partida del Jefe de los Orientales hacia el Paraguay, sus caminos divergieron: Lavalleja padeció prisión en la isla de las Cobras junto a otros líderes revolucionarios, mientras que Don Frutos, acomodando el cuerpo a las circunstancias, puso su espada al servicio del Imperio.
No obstante, el vínculo de las viejas campañas aún parece latir bajo las cicatrices del tiempo. Desde Buenos Aires, Lavalleja había hecho llegar cartas a Rivera, poniéndolo al tanto del plan de desembarco y posterior avance. Grande fue su sorpresa al saber que dichas misivas terminaron en manos del general Lecor, actual gobernador de esta tierra que los brasileños insisten en llamar Provincia Cisplatina.
Lavalleja, hombre de verbo claro y mirada firme, esperó a Rivera con honor. No lo emboscó ni lo hirió; al contrario, le ofreció parlamentar, cosa que hicieron por espacio de dos horas en una humilde choza a orillas del Monzón.
Lo trascendente de este suceso fue su desenlace: Rivera accedió a sumarse a la causa patriótica. Con este hecho, nuestras fuerzas han crecido en número y prestigio, lo cual nos permitirá plantar cara al enemigo con mayor determinación y acaso impresionar a las autoridades porteñas, de quienes aguardamos auxilio para asestar el golpe final.
Algunos murmuran que Lavalleja ofreció a Rivera preservar su vida a cambio de su lealtad; otros afirman que fue Don Frutos quien, movido por el antiguo anhelo de libertad, se ofreció voluntariamente a acompañarnos.
Yo no estuve presente en el rancho donde departieron, y por ello no puedo dar fe de lo que allí se dijo. Pero quiero imaginar que aquellos dos viejos camaradas se fundieron en un abrazo, sellando con él no solo un pacto, sino el renacer de una esperanza. Dudo que este gesto haya ocurrido, lo confieso, pero me encantaría que la historia lo recuerde así.
La noche se aproxima y apenas me resta aceite en el farol. Apuro entonces la zurrapa del tintero para dejar constancia de este hecho memorable, testimonio del espíritu que anima nuestra cruzada.
Quiero que lo sepa todo el Río de la Plata, y que también lo anoten con letra clara los escribanos de la historia: el arroyo Monzón fue testigo del día en que los orientales dejaron de mirarse como enemigos, para volver a reconocerse como hermanos.