Dulce de castaña
No imaginé que una persona podría ponerse tan feliz al recibir un pote de regalo
No imaginé que una persona podría ponerse tan feliz al recibir un pote de regalo.
Había dejado el azúcar por razones de salud. Y había cumplido férrea y a veces amargamente (en todo sentido) su voluntad. O su decisión categórica y ruda.
Pasaron los días, pasaron las semanas. (De su salud no hablamos, tema para otra columna.) Quizá y hasta pasaron meses cuando recibió el regalo aquel, un pote de dulce de castaña (¿o se dirá de castañas?).
Al principio no supo qué era (mas bien, pensó que era algún tipo de mermelada) y lo rechazó. "No como azúcar", dijo con vehemencia. Pero al saber de lo que se trababa, al informársele que era dulce de castaña, una larga "o" salió de su boca. Y después fue una extensa "a" seguida de nuevo de otra larga "o".
Caminó hasta la cocina -despacio, como lo viene haciendo el último tiempo-. Abrió uno de los cajones y tomó una cuchara. La dejó sobre la mesa y le sacó la tapa al pote. Luego introdujo la cuchara y extrajo una buena cantidad de dulce, que se dirigió a su boca ahora de nuevo abierta pero más grande. Cerró los ojos, paladeó, sonrió, tragó, volvió a sonreír, abrió los ojos y una larga "o" se le escapó de entre los dientes, que provenía como desde el fondo del alma. Y después fue una extensa "a" seguida de nuevo de otra larga "o".
"Muchas gracias", dijo, y ya no era el anciano con una centenaria vida sobre sus hombros, sino un niño de apenas una década que acaba de saborear un pedazo de infinito... del infinito que le espera algún día.