El pensar de los tibios
La democracia es, en el fondo, "el ejercicio político y social de la modestia", y no tiene sentido si no hay ciudadanos dispuestos a reconocer que no lo saben todo.
Hace un tiempo, el expresidente Lacalle Pou dijo que le gusta que lo llamen tibio, porque "el coraje está en el medio". Más allá de simpatías políticas, la frase tiene una lucidez que escasea en el discurso público actual, de reacciones viscerales y posturas que parecen de teatro. A muchos no les gustó ese elogio de la tibieza, y no sorprende: estamos tan acostumbrados a los extremos que cualquier moderación se interpreta como cobardía.
Es cierto que, habiéndose dado el tiempo de reflexionar, uno tiene que tomar postura. Como escribió el poeta español Gabriel Celaya: hay que tomar "partido hasta mancharse". Uruguay es un país de personas que lo hacen, en líneas generales y según la lucidez y formación que tienen. Eso se nota, por ejemplo, en la centralidad de la política y en la firmeza -a veces recalcitrante- con que defendemos nuestras convicciones. El problema, creo, es que muchas veces no pensamos nosotros, sino que hablamos a través de discursos que ya están en juego y que defendemos por razones que ni siquiera tenemos del todo claras. Un psicoanalista, un crítico cultural o un buen ideólogo estarían de acuerdo. Pero prefiero a los filósofos.
Albert Camus fue un hombre que supo pensar en el límite sin volverse cínico ni fanático. No le rehuyó a la tensión que implica existir sin certezas, ni se refugió en el fármaco ciego de las ideologías. Fue, a su modo, un tibio con coraje: alguien que eligió pensar y actuar sin absolutizar. En medio del siglo XX, entre el totalitarismo y la indiferencia, entre la esperanza de los hombres de religión y el nihilismo desesperado, entre el comunismo autoritario y el cinismo burgués, Camus pensó desde el borde con eso que a muchos nos parece equivalente a cobardía: la modestie.
Esta modestia del pensar no tiene que ver con cierta humildad de los sumisos ni la moderación ideológica de los incapaces. Más bien, se trató siempre de una forma de lucidez activa: abandonar la pretensión de la razón total sin huir de la reflexión porque sea inconveniente o porque acaso pueda dejarlo a uno en mala posición frente a los demás; ejercer alguna clase de resistencia sagaz sin volverse fanático; oponerse a la estupidez y a la maldad sin creerse que uno se tragó un ángel y anda levitando por la vida, lejos del barro que a todos los hombres nos mancha los zapatos. Es un error brutal equiparar la modestia con la cobardía o la indecisión, con la falta de compromiso. El hecho de que nos resulte tan fácil hacerlo muestra hasta qué punto estamos borrachos de pragmatismo y verborragia.
La modestia del pensar le parecía condición necesaria para la democracia. Camus lo sabía tan bien como nosotros, aunque rara vez lo admitamos (salvo ese demente tan divertido que fue Sánchez Dragó, defensor del modelo ateniense y no del sufragio universal), que la democracia sólo es el menos malo de los regímenes. La virtud del demócrata está en aceptar que el adversario también puede tener razón, y por eso hay que dejarlo hablar. La democracia es, en el fondo, "el ejercicio político y social de la modestia", y no tiene sentido si no hay ciudadanos dispuestos a reconocer que no lo saben todo. Una idea que recorre buena parte de la tradición liberal y que, aunque menos visible, también puede rastrearse en el espíritu deliberativo del republicanismo.
En última instancia, eso implica poder convivir con la tensión que despierta la complejidad de la realidad, con la inseguridad que conlleva, sin buscar respuestas inmediatas ni refugiarse en los fanatismos que intentan aplicar una sola visión del mundo a todo lo que existe. La política le parecía un ejercicio de tensión: entre ideas, visiones, intereses. Esa tensión se vuelve imposible cuando el pensamiento cae en el nihilismo reduccionista, que todo lo simplifica o ridiculiza.
Frente a esto, la mirada filosófica es indispensable porque cultiva la capacidad de hacer distinciones. Es cierto que la filosofía siempre coquetea con la totalidad, con la ambición de explicar el mundo entero. Pero el buen pensamiento filosófico -el que Camus encarnaba- también necesita de una modestia que elige seguir pensando, incluso sin certezas absolutas, y prefiere la dificultad del discernimiento al consuelo de una teoría cerrada. Sin esa actitud, la reflexión se convierte en puro goce narcisista y pierde contacto con lo real. Y entonces no sólo dejamos de saber dónde estamos parados, sino que arrastramos a la democracia a esa "noche en la que todos los gatos son pardos", donde ya no hay diferencias, ni matices, ni sentido.
Camus, lúcido y tibio, propone una forma de pensar que no busca soluciones definitivas, eficacia inmediata ni agresividad en el discurso, sino la tensión renovada, la fidelidad a lo humano por encima del virtuosismo de la razón vacía. No sé si Lacalle Pou pensó estas cosas cuando habló de la tibieza. En cualquier caso, no se equivocó: en una época que prefiere la afirmación sin matices, mirar hacia el medio puede ser una forma más exigente -y más honesta- de pensar.