La cooperación española en Cartagena

No logro recordar cuál de mis amigas en la universidad nos contó que en el Centro de Formación de la Cooperación Española (CFCE) había una biblioteca a la que podíamos entrar a leer y prestar libros gratis. Lo que sí recuerdo es que aquella conversación encendió en nosotras, ese pequeño grupo de estudiantes de periodismo, un interés desbordado por la literatura que nos llevó a peregrinar casi a diario a su sede en el claustro de Santo Domingo. Sin percatarnos, formamos una especie de club de lectura donde compartíamos recomendaciones. Íbamos juntas y esperábamos a que una entregara el libro para que la otra lo prestara enseguida. En esa biblioteca me encontré con la amplia literatura colombiana. Leí casi que todo lo que tenían de Gabriel García Márquez. Descubrí a Mario Mendoza con Satanás; a Jorge Franco con Rosario Tijeras y Paraíso Travel. No me cansaba de leer a Santiago Gamboa, y gracias a su Síndrome de Ulises imaginé cientos de veces una vida en aquel pequeño apartamento parisino del protagonista. Conocí también la pluma costeña del maestro Óscar Collazos, de Alfonso Sánchez Baute y la irreverencia de Efraím Medina, con La sexualidad de la Pantera Rosa. Entre 2006 y 2007 pasamos tardes enteras en ese lugar que se volvió refugio para amar las letras y el arte. Esa época marcó mi vida, y aunque nunca volví a leer tanto como entonces, seguí regresando al CFCE de la plaza de Santo Domingo. Volvía cada año para el Festival de Cine, conciertos, recitales y seminarios como los de Estudios del Caribe, y los antiguos encuentros sobre Desarrollo y Cultura, que en algún momento ayudé incluso a organizar. En su sala de exposiciones vi por primera vez los telares de Mampuján y me acerqué a los dolores y las verdades de la guerra desde las perspectivas de las víctimas, que a través de la cultura tejían las memorias del conflicto en el Caribe. Hace unos días, con tristeza y preocupación, me enteré de que el CFCE podría desaparecer. En 1999, la Arquidiócesis de Cartagena, propietaria del inmueble, y la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (Aecid) firmaron un comodato que permitió la restauración y ocupación del edificio. Ese acuerdo finalizará en noviembre de 2027, y la arquidiócesis ha expresado su legítimo interés en recuperar la edificación para fortalecer su misión pastoral y social. El CFCE ha sido un hito de la cooperación descentralizada en el país, especialmente en procesos culturales y de derechos humanos, con impactos significativos en Cartagena y en territorios como Tumaco. Hace poco más de un año, entonces como viceministra, acompañé al cuerpo diplomático español para conmemorar los 20 años del Centro en esa emblemática sede, que sigue siendo punto de encuentro donde gestores, líderes y activistas hilan nuevas sensibilidades y lugares de enunciación para comprender y replantear la diversidad, la cultura y el desarrollo como motores de cambio. En Cartagena abundan los eventos culturales, sí, pero son todavía escasos los espacios permanentes de formación e intercambio. El CFCE, junto al Museo Histórico y el Teatro Adolfo Mejía, es uno de los pocos escenarios gratuitos y realmente abiertos para quienes jugamos de local en un corralito de piedra cada vez más turístico y gentrificado. Sería una lástima que, por falta de sede, se determine su cierre definitivo o un traslado a Bogotá. Ojalá que, para cuando esta columna se publique, la arquidiócesis y la embajada de España hayan encontrado una fórmula que beneficie a todos. Y ojalá que el Gobierno, a través de la Cancillería, acompañe el proceso como buen mediador. Los cartageneros necesitamos más espacios públicos para crear y encontrarnos, no menos.
Un valioso centro de formación e intercambio
Kandya Obezo Casseres