Viernes, 26 de Abril de 2024

Perros en el atardecer

ArgentinaLa Nación, Argentina 22 de mayo de 2019

Estos son los días en los que el sol se traslada al norte y los crepúsculos que veo desde mi estudio cortan el aliento

Estos son los días en los que el sol se traslada al norte y los crepúsculos que veo desde mi estudio cortan el aliento. Cuando elegimos este lugar suburbano para construir la casa, lo primero que hice fue consultar una brújula. La orientación era perfecta. A medida que se avecine el invierno, anticipé, habrá tibieza en los espacios donde solemos pasar más tiempo. Viceversa, en la canícula (eso fue adrede), el calor será menos brutal.
Cierto es que también tuvimos suerte, porque esos lotes estaban vendiéndose como pan caliente. Pero ¿qué es la suerte? No lo sé. A veces me da por pensar que no es sino el eco de nuestras acciones en la incomprensible inmensidad del universo. ¿Es posible que todos nuestros actos, hasta los más insignificantes, resuenen en armonía con lo desconocido y que llamemos a esa música fortuita "providencia", "destino" o "fortuna"?
Estos son los días en los que la luz dura cada vez menos, y gracias a eso, a poco de mudarnos, descubrí algo que la ciudad asordina o enmudece. Cuando el sol se pone y empieza el breve reinado del crepúsculo, los ladridos surgen desde todos los rincones del barrio. La primera vez que oí este diálogo multitudinario pensé en Cervantes, porque llegaba la noche y los perros entablaban un coloquio. Aunque, al revés que el de Cipión y Berganza, solo ellos eran capaces de comprenderlo.
Desde entonces, pasé mucho tiempo observándolos. No es un corear desordenado o caótico. Estoy tentado de afirmar que, durante una discusión acalorada, los humanos se interrumpen más. Los canes, en cambio, escuchan con cuidado y luego responden, con mayor o menor vehemencia, mediante ladridos enérgicos o bufidos indignados; o bien salen corriendo en cierta dirección (¿por qué, si la llamada provino de otro punto cardinal?) y observan con la intensidad propia de los seres que viven en un presente perpetuo.
En ocasiones, uno, que es casi ciego en la penumbra, llega a advertir que todo el jaleo se debe a un gato que husmea jactancioso en los jardines. Pero, en general, el diálogo transcurre de forma hermética, sin que entendamos qué dicen.
Lo sé, se esconde en esta afirmación un doble enigma, porque casi con entera certeza no es lo mismo nuestro decir que el de los perros.
Hoy sabemos que la comunicación animal es más compleja que lo que solía creerse. El crepúsculo de los perros es una prueba cabal, con sus repertorios variados y sus contrapuntos minuciosos que combinan no solo articulaciones heterogéneas, sino también el lenguaje corporal y los semblantes expresivos.
Es verdad, hasta donde sabemos, que solo los humanos somos capaces de expresar la abstracción, pero cuando la noche se asienta y los ánimos se calman, le queda a uno la sensación de que no hubo ningún azar en esa cantata vespertina, que allí ha ocurrido algo misterioso y secreto de lo que solo participan ellos, los fieles cuadrúpedos; nosotros estamos excluidos sin remedio.
Pero esperen. Todos están hablando. Aquí, durante el día, los chimangos vuelan en círculos y vocean con su llamado de bisagra oxidada. Los benteveos no dicen "bicho feo", pero poco les falta. Los teros son siempre escandalosos, mas no sin motivo. Los árboles hablan. Los insectos. Los microorganismos. Las flores convocan a sus polinizadores. Hay plantas -me explicaba por Twitter hace poco un solícito lector de estos textos- que suplican auxilio cuando se ven invadidas por alguna plaga.
Así que ahí está ahora mi favorita, la pacífica y revoltosa Betty, amiga de todo humano, pero feroz guardiana de sus confines. El sol es un rescoldo en el horizonte, y ella está con las orejas vigilantes, alerta pura, quieta como una esfinge, pero todavía en un silencio tenso. El coloquio está a punto de comenzar. Faltará en estos días , que se nos fue en marzo, luego de once años felices. Tal vez, quién sabe, ladren también los perros por su ausencia.

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