Viernes, 26 de Abril de 2024

¿Cuántas horas?

ChileEl Mercurio, Chile 20 de agosto de 2019

Si ahora se abre la discusión, no es porque la gente se haya vuelto perezosa o indiferente al bienestar material: es porque el mundo está cambiando.

¿Cuarenta y cinco, como hoy?, ¿40, como proponen los diputados? ¿O 41, como ahora plantea el Gobierno? Hasta no hace mucho la discusión habría parecido estrambótica. Todos, de capitalistas a comunistas, habrían sostenido que simplemente había que trabajar más horas para impulsar el crecimiento de la economía. Si ahora se abre la discusión no es porque la gente se haya vuelto perezosa o indiferente al bienestar material: es porque el mundo está cambiando, especialmente en el ámbito del trabajo.
El sociólogo e historiador Pierre Rosanvallon lo imputa a la inauguración del "capitalismo cognitivo", donde la información, el conocimiento y la creatividad se vuelven los principales factores de producción. Lo que va de la mano de una economía de servicios centrada en la relación interpersonal, como los servicios de salud, educación, cuidado de ancianos, gastronomía, etc.
El paso de una economía de la cantidad a una economía de la calidad significa que la labor uniforme, mecánica, repetitiva y dependiente (progresivamente desplazada, por lo demás, a los robots), deja lugar a una valorización de la autonomía, creación e intervención individuales. Rosanvallon lo denomina la "singularización del trabajo"; un proceso que acaba con los puestos de trabajo fijos y uniformes, delimitados por calificaciones basadas en la educación o la antigüedad, y estimula en cambio el trabajo flexible, versátil, polivalente, donde se premian las competencias individuales para tomar decisiones singulares, innovadoras y pertinentes ante lo imprevisto.
A diferencia de antaño, la nueva economía no obliga al trabajador remunerado a una renuncia a su identidad personal. Al revés: el éxito se basa en parte en el cultivo y la extrapolación de las identidades y aptitudes individuales. Se diluyen las fronteras entre las propiedades adosadas a las cualidades y atributos de la persona y las que provienen de la organización; se borran, asimismo, los límites entre relaciones afectivas e instrumentales, entre vida personal y vida profesional, entre ocio y jornada laboral.
Todo esto hace del trabajo una experiencia más interesante. La suerte del individuo está más determinada por su singularidad que por su uniformidad, por su creatividad que por su disciplina, por sus competencias que por sus cualificaciones, por su historia que por su condición. Esto se acerca -dice Rosanvallon, provocativamente- a la emancipación con la que soñaba Marx: el trabajo libre, cuya forma más excelsa se observa en el caso del artista, cuya obra se confunde con la expresión de su irreductible singularidad.
Pero la singularización del trabajo envuelve también graves amenazas. Las remuneraciones estables y uniformes por categorías dejan paso a la misma lógica que opera en el mundo deportivo y del arte, donde el que tiene talento (o suerte) se lleva un premio extravagante, y el resto debe contentarse con el raspado de la olla. Como la productividad está indexada a los atributos, talento y responsabilidad de cada trabajador, el sentimiento de justicia o injusticia se experimenta en forma privada, no solidaria, lo cual aumenta la presión psicológica sobre cada individuo. Y las formas tradicionales de regulación del trabajo, basadas en la negociación colectiva y la acción sindical, corren el riesgo de volverse obsoletas. Todo esto abre un tipo de desigualdades de naturaleza muy diferente a las del viejo capitalismo.
¿Cuántas horas debemos trabajar? La pregunta es pertinente, y hay que hacérsela. Pero me temo que para responderla adecuadamente hay que preguntarse sobre el sentido, la organización y los límites del trabajo humano en un futuro que se acerca aceleradamente.
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