Viernes, 26 de Abril de 2024

Retrato del guardarropa

ArgentinaLa Nación, Argentina 14 de enero de 2021

El guardarropa ocupa toda una pared

El guardarropa ocupa toda una pared. Es blanco, aunque no lo suficientemente blanco por el roce de la piel que lo abre una y otra vez aunque en verdad en el último tiempo lo abrió muy poco. Nunca antes lo había abierto así. Tiene cuatro puertas, que no deben medir más de medio metro de ancho y casi dos de alto. Cada una lleva un picaporte distinto, pequeño, pintado a mano según la tienda departamental que los vende. Tienen los bordes apenas descascarados, en señal de algo, quizá, de queja o reproche. Y cuando se abren, el resto. El sentido o lo que importa aquí.
No es regular. El espacio dentro de este espacio, que debe tener un metro de profundidad, está dividido a conveniencia. Tiene un sector, una especie de columna, dedicada en exclusivo a zapatos y sin embargo hoy hay mucho más. Hay zapatos, hay botas de goma amarillas, un calzado rosa con moño, dos pares de ojotas, naranjas y doradas, unas pantuflas azules y acolchonadas, muy lindas para el invierno, para estar en casa, pero además ropa que solo se puede usar puertas adentro porque, por ejemplo, es un buzo grande con agujeros en las mangas, unos pantalones de algodón rayados con un corazón rojo en algún lugar, una remera larga y negra, con el cuello desbocado, unas bermudas horribles, un short ya demasiado corto, musculosas fluorescentes.
A continuación, al costado de esa columna, hay un barral para colgar perchas que fue anulado con estantes para poner allí, siempre doblados del mismo modo, sin excepción, quién se atreve, suéteres tejidos a mano, en colores pasteles porque mejor ir despacio; y sacos tejidos a mano, con ochos y dibujos que solo alguien que quiere mucho puede tejer, en el mismo tono. También varios jeans. En su mayoría de tiro alto para resaltar la cintura y que luego la tela caiga ligera y libre y tape un poco las caderas, las rodillas y esos tobillos anchos y duros, como los de una abuela.
Hay, escabullidas, cajitas de cartón que huelen áspero para ahuyentar polillas, unos círculos de plástico que saben a lavanda y bolsitas de hilo tejidas a crochet, por la misma persona que teje la lana, con clavo de olor dentro para el mismo fin. Porque nada basta. De ninguna manera.
Bajo el último estante, el lugar tiene dos partes: una está ocupada por la ropa que hay que lavar, que nunca está del todo sucia pero que de todos modos debe lavarse porque así es, por educación. Y en la segunda se ubica una cajonera, de cuatro cajones, donde se guardan musculosas sin estampas, remeras de manga corta sin estampas, medias jamás negras y ropa interior, lisa, adulta, pretenciosa. Una marca más de lo que se quiere que de lo que se tiene.
En la otra mitad del espacio, de ese mundo, de lo que podría ser, sí hay un barral que se usa como barral y del que cuelgan perchas con prendas delicadas, de lino, bordadas, algunas traídas de la India según la etiqueta que las vende acá, en el barrio, en los shoppings, sacos en fundas para que no se percudan ni los manche el aire o el tiempo y unas faldas bellas, de materiales nobles, sedas o gasas, que deberían usarse con frecuencia para hacer alarde pero que pocas veces salen de allí porque parece que es necesario una excusa. Que la vanidad por la vanidad misma es pecado. Y un placer. Y entonces no.
Sobre ese piso hay muchas más cajas con más zapatos, ni uno de cuero animal porque no hay razones ni justificativos, y otra caja bien grande, como arcón, forrada en papel beige y con unos símbolos en azul que no se comprenden. Dentro se guardan, entre jabones robados a hoteles ya antiguos, vestidos y camisas y demás cosas que ya no se visten pero que tampoco pueden desaparecer porque no se sabe. Porque la moda vuelve, porque quizá en unos años a alguien querido le interesen, porque quién no quiere tener un legado.

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