Lunes, 23 de Diciembre de 2024

El día en que mamá conoció a Borges

ArgentinaLa Nación, Argentina 24 de agosto de 2021

Borges y mamá, en algún momento de 1982 o 1983 Hace 40 años, cuando todavía estaba tratando de entender este oficio al que le he dedicado mi vida, me pidieron un reportaje con Borges

Borges y mamá, en algún momento de 1982 o 1983



Hace 40 años, cuando todavía estaba tratando de entender este oficio al que le he dedicado mi vida, me pidieron un reportaje con Borges. No estoy seguro de si me pasaron su número o si lo busqué en la guía. El caso es que me atendió alguien -cuyo nombre se me ha olvidado- y me pasó con Borges, que aceptó la propuesta sin más, afable y generoso. "Venga cuando quiera, muchacho", me dijo.



Nos separaban 60 años, es decir una vida entera, y sin embargo nos entendimos de entrada. En parte, porque compartíamos intereses. Pero, sobre todo, porque esa mañana, en su departamento, descubrí uno de los rasgos más característicos de la personalidad de Borges. Si se sentía cómodo, era el mejor conversador del mundo. Supongo que además notó en mí todo eso que hoy sé que uno nota en los más jóvenes, y aparte de la entrevista me ofreció varios consejos. El que me quedó más grabado fue el de que no publicara prematuramente. Le hice caso.



Luego de un par de horas, y aunque habríamos podido seguir charlando de libros y contando historias, nos despedimos. Entonces junté coraje, le conté que mi madre era su fan (no se lo dije así, no) y le pregunté si podía volver otro día a visitarlo con ella. Me dijo que por supuesto.



Mamá no salía de su asombro, cuando le di la noticia. Para mí era una suerte de revancha. Un año antes, su rostro estaba devastado por las noches sin dormir, durante una guerra que le había arrebatado no a uno de sus hijos, sino a los dos. Ahora los había recuperado, sanos y salvos, había vuelto a sonreír y además iba a conocer a Borges en persona. Para ella, estaba todo bien de nuevo.



La mañana de la cita, fría y despejada, se subió al coche vestida con sus mejores pieles, como para una velada de gala.



-Mamá -le dije, señalando su tapado demasiado vistoso-, el hombre es ciego.



-Ya sé, Arielito. ¿Pero si no, cuándo me voy a poner esto?



Como me ocurre a mí (de tal palo, tal astilla), mi madre podía ser muy sociable, pero no le gustaba salir. Así que encontró que esa extraordinaria ocasión, de la que habría fotos, era muy oportuna para usar ese demasiado vistoso abrigo de piel. Piel sintética, se entiende. Mamá me enseñó el feminismo y la compasión por todos los seres vivos mucho antes de que estos asuntos asomaran siquiera en el discurso público.



Asistí a esa conversación como testigo, y por momentos lloré en silencio. Mamá era hija de un campesino gallego que había llegado a la Argentina sin saber leer y escribir, mi abuelo Torres, que, en su testarudez, había cancelado la aspiración de su hija de estudiar Letras. Ahora (otra revancha) estábamos en el mítico departamento de un Borges que charlaba con mamá como si se conocieran de toda la vida, contento y locuaz, sin imponer ni la menor distancia. En un momento, mientras hablábamos de sus milongas, no solo nos cantó algunas, sino que se puso de pie e hizo el paso de baile correspondiente, apoyándose en su bastón. Mi imagen del escritor (ese escritor y todos los escritores, incluyéndome) cambió por completo. Entendí aquello de la humildad de los genios. Borges podía ser distante y sarcástico; el genio no es sistemáticamente humilde. Pero él veía. Veía todo. Todo el tiempo. Y ahí están las elocuentes fotos con mamá, espontáneas, cándidas, sinceras, familiares.



Unos tres años después, Borges se nos fue. Mamá moriría muy joven, en 2001. Pero esa mañana, viéndolos charlar, aprendí la lección más importante de todas. Mamá y Borges se entendieron de entrada porque ambos eran auténticos. El escritor estaba fascinado con la desfachatez de esa señora que se sabía de memoria y sin disimulos sus poemas. Ningún artificio, ningún fingimiento se interponía entre ellos. Ser uno mismo. Caramba, ahora que lo pensaba, eso sí que era arduo. Y sin embargo les salía tan fácil. A los dos. Esa autenticidad, me dije entonces, era más importante que escribir. "No, un momento -pensé-, eso es escribir."
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