Martes, 07 de Enero de 2025

El descuido de las reglas

ChileEl Mercurio, Chile 5 de enero de 2025

Esta semana ha habido síntomas preocupantes acerca de la disposición a respetar las reglas. Se han dado explicaciones cantinflescas para eludirlas o se las ha ignorado. Y como no es primera vez que ocurre, hay que alarmarse.

Uno de los grandes activos del país -o de la imagen del país o de su autoconciencia, como se prefiera- es su apego a la juridicidad, la convicción de que la voluntad encuentra su límite en las reglas y que es deber de todos, especialmente de la autoridad, apegarse a ellas.
Desgraciadamente, ese activo parece estar deteriorándose.
El síntoma más grave de ese fenómeno fue, claro está, lo que ocurrió en octubre del 19, cuando se creyó que era posible retroceder a un momento en el que las instituciones fueran abolidas, para, desde ese terreno desocupado y desalojado de reglas, construir otras nuevas. Otro síntoma, no tan grave como ese, pero igualmente severo, fue la creencia de algún miembro de la Corte Suprema de que las reglas eran infinitamente plásticas y que admitían cualquier interpretación siempre que hubiera un propósito de justicia que satisfacer. En ambos casos, bien mirado, había la creencia de que las reglas debían ceder si el ideal de justicia en el que se creía así lo demandaba.
Estos días han asomado otros síntomas, menos flagrantes, pero igualmente preocupantes.
Uno de ellos es el caso Dominga, donde se ha dejado sin cumplir una decisión judicial pretextando que no se sabe cómo obedecerla. Y para colmo se ha incurrido en la cantinflada de decir que el hecho de confesar que no se sabe cómo ejecutarla es una forma de cumplirla. Parece insólito; pero esa fue la explicación que dio el Gobierno al vencer el plazo fijado por el tribunal ambiental para que el Comité de Ministros se pronunciara:
"Como Ministerio del Medio Ambiente - se declaró - estamos cumpliendo con lo planteado por el Tribunal... junto con lo que resta determinar para poder convocar al Comité de Ministros...".
El problema es que lo que resta por determinar es justamente lo que la sentencia ordena. El párrafo es así equivalente a que quien fuera sentenciado a pagar una deuda dijera que ha cumplido lo ordenado, solo que le resta determinar cómo podría efectuar el pago.
El otro síntoma quedó a la vista este viernes, cuando se informó que el Gobierno había decidido comprar lo que fue la residencia familiar del presidente Allende, a fin de preservarla como sitio histórico y de memoria. El propósito, no cabe duda, merece aplausos; el problema es que una de las propietarias del inmueble sería la actual ministra de Defensa, quien está impedida legalmente de celebrar contratos con el Estado. El contrato (gracias al escándalo que la noticia desató) no alcanzó a celebrarse; pero ¿cómo pudo dictarse un decreto presidencial con ese propósito si las reglas lo impedían? ¿Cómo es posible que la autoridad encargada de hacer respetar la Constitución y la leyes parezca ignorarlas? La pregunta es parecida a la que suscitó el caso Dominga, ¿cómo es posible que la administración ignore quién subroga a quién en el Estado?
Todos esos casos son síntomas de un peligro al que urge poner atajo y que consiste en pensar que en la vida social y política la voluntad y las convicciones tienen la última palabra y que en el caso de que las reglas las limiten o impidan, hay que ignorarlas o torcerlas o interpretarlas de manera infinitamente plástica, hasta que la voluntad, y no las reglas, sea la que impere. El asunto, desde luego, puede no ser el resultado de un designio o de un propósito explícito, sino de la simple desidia, descuido o ignorancia; pero en cualquier caso, es preocupante, valga reiterarlo, que un país que se ha preciado de respetar la juridicidad parezca ignorar las reglas o creer, lo que sería peor, que ellas son instrumentos para cualquier fin o medios que han de ceder si el fin que se procura alcanzar es suficientemente noble.
Sin ánimo de exagerar, puede aseverarse que esta debilidad que los acontecimientos que se han descrito revelan -una debilidad en el apego a las reglas- tiene su contrapartida en la anomia que en los últimos años se ha venido constatando. La anomia, en una de sus dimensiones, es la falta de orientación normativa de la conducta, la idea de que las reglas no son tales, sino simples obstáculos a eludir. La anomia salta a la vista en las incivilidades frecuentes, en los toldos azules, en la criminalidad, en el no pago de los servicios o en la escuela, y sus causas son múltiples; pero entretanto lo que no puede ocurrir es que mientras la anomia se experimenta en las calles, la autoridad comience a descuidar su apego a las reglas, es decir, que a la anomia que experimenta o padece la ciudadanía, se sume ahora la falta de adhesión a las reglas, o la ignorancia acerca de lo que disponen o la displicencia a la hora de aplicarlas, por parte de la autoridad.
La literatura legal observa que el derecho -el Estado de Derecho, para ser más claro- descansa en la convicción de que las reglas obligan. Y esta convicción, suele agregarse, deben tenerla al menos los funcionarios del Estado. Esa es la única forma, dice Herbert Hart, el ilustre filósofo y jurista inglés, de diferenciar la orden de un asaltante que a punta de amenazas le ordena a usted entregar su dinero, del cobro de impuestos que realiza un funcionario estatal. Hart dice eso parafraseando a San Agustín: si no hay reglas, ¿qué son las sociedades sino inmensas bandas de malhechores?
Esta semana ha habido síntomas preocupantes acerca de la disposición a respetar las reglas. Se han dado explicaciones cantinflescas para eludirlas o se las ha ignorado. Y como no es primera vez que ocurre, hay que alarmarse.
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