Hundidos en un desconcierto pocas veces visto
Rusia sabe lo que quiere: luego de la caída del Muro de Berlín y la debacle del mundo soviético, hoy Putin procura la reconstitución de aquel imperio, avanzando sobre los vecinos
Rusia sabe lo que quiere: luego de la caída del Muro de Berlín y la debacle del mundo soviético, hoy Putin procura la reconstitución de aquel imperio, avanzando sobre los vecinos.
China sabe lo que quiere: ser la mayor potencia comercial del mundo, basada en su vigorosa industria.
Irán sabe lo que quiere: ser una potencia nuclear y a través de sus brazos terroristas (Hamas, Hezbollah) ejercer una influencia dominante en la región, destruyendo a Israel, cuyo derecho a existir niega.
El mundo nos dice que los sistemas autoritarios actúan con clara determinación en medio del cambio civilizatorio que vivimos, mientras nosotros, los occidentales, estamos hundidos en un desconcierto pocas veces visto.
Rusia invadió Ucrania en febrero de 2022, imaginando seguramente una conquista tan fácil como la que había alcanzado ocho años antes en Crimea, pero se encontró con la gran sorpresa: un líder ucraniano capaz de mantener en alto el sentimiento nacional y defenderse, con el apoyo brindado por Estados Unidos y Europa. El presidente Trump también había imaginado algo más fácil. Por su extraña relación de simpatía con Putin, afirmaba que en un mes terminaba la guerra. Estamos muy lejos de eso y es evidente que, con su frialdad, el líder ruso ha explotado las contradicciones de Trump para consolidar su presencia en el este de Ucrania. Una guerra imperial del siglo XVIII, iniciada al modo del siglo XX y hoy se empantana en una dolorosa lucha de trincheras, más parecida a la carnicería de 1914 a 1918. Trump habla todo el tiempo y no parece advertir que las amenazas verbales no le mueven un pelo a ese líder imperturbable, que mira enigmático con sus ojos de perro siberiano, como dijo en su tiempo Angela Merkel.
Lo peor es que Trump ha fracturado Occidente. Sintiéndose perdedor en su competencia comercial con China, le declaró la guerra al mundo. Hasta desconoció el tratado con Canadá y México. Salió a proclamar que EE.UU. "de nuevo" sería "grande" y enterró el paradigma del comercio libre, que había permitido alcanzar los mayores niveles de prosperidad de la historia. Mucha gente inteligente pensó que su maximalismo era un método agresivo de negociar y que luego del estruendo vendría la calma. No ha sido así. Por supuesto, los aranceles ridículos de tres cifras han ido quedando atrás, pero China es un comerciante astuto, que responde a sus incesantes propuestas con largos silencios, mientras en su mostrador recibe a los nuevos clientes que el norteamericano va entregando en sus brazos.
A Europa, Trump la ha tratado con hostilidad, con desdén. Le ha reclamado con alguna razón que contribuyera más en seguridad militar, pero al mismo tiempo le lanzó su andanada proteccionista, mientras agredía a Dinamarca diciendo que "comprará" Groenlandia y luego anexaría de algún modo a su vecino Canadá. Se ha ganado así que el soberano inglés, pese a su estado de salud, haya cruzado el Atlántico esta semana para pronunciar en Ottawa el clásico discurso de la corona, tradicionalmente a cargo del gobernador que lo representa y reafirmar así la soberanía del país. "Canadá no está en venta", dijo su primer ministro, Carney, y Trump le respondió: "Nunca digas nunca". Son dichos y hechos impensables entre jefes de Estado, pero luego de la famosa entrevista con Zelensky en la Casa Blanca está claro que todo es posible con un presidente que hace de la irrespetuosidad un alarde. Quizás no advierta hasta qué punto han quedado en el camino el valor de la palabra, la credibilidad de los EE.UU. como socio y la institucionalidad, que luego de la Segunda Guerra Mundial nos dio una esperanzadora globalización pacífica.
En el conflicto de Medio Oriente tampoco han ocurrido los milagros prometidos, pese a la notoria voluntad de la mayoría de los países árabes de que se alcance la paz en Gaza. Anduvo Trump por esa zona, dando la impresión de que hubo más business que política.
Ínterin, ha desatado una guerra contra los alumnos extranjeros en general y la Universidad de Harvard en particular, la más antigua y prestigiosa de los EE.UU., que ha tenido entre sus profesores a 52 premios Nobel y registra 5800 patentes importantes. Nada menos que Steven Pinker, profesor de Psicología desde hace 22 años, reconoce que en la Universidad la cultura woke (La Nación, 24 de mayo de 2025) ha avanzado, que se han dado fenómenos de intolerancia, pero que de allí a imaginar a Harvard como un centro de "adoctrinamiento maoísta" o un "bastión de odios y acoso antijudío" es una exageración. Él mismo, judío, afirma que nunca se ha sentido discriminado pese a sostener tesis clásicas como que las razas tienen base biológica o el que matrimonio reduce la delincuencia… Ya en su estupenda obra En defensa de la Ilustración , denunciaba la actitud anticientífica de muchos políticos norteamericanos, de modo que Trump no ha estado innovando y sí profundizando viejos prejuicios, como la negación de la teoría de la evolución, por ejemplo.
La verdad es que China se ha desarrollado notablemente con jóvenes formados en los EE.UU. en los últimos cuarenta años. En un país donde hay un millón de estudiantes extranjeros, un 30% son chinos, y si eso ha estado en la base del desarrollo de su país, también es un capital cultural común que trabaja para la paz más que cualquier tratado. Los propios EE.UU. se han quedado con los mejores científicos o emprendedores que adoptaron el país de su formación. No hay nada más humanista, justamente, que esa gran comunidad de gente de todos los horizontes formada en grandes universidades y que contribuye más que nada a la comprensión recíproca.
En fin, estamos ante unos EE.UU. negándose a sí mismos y una Europa atribulada , cuando los autoritarismos avanzan y los principios de convivencia del derecho internacional se atropellan impunemente, violando tratados comerciales o invadiendo Estados soberanos. En todo el mundo democrático vemos debilitarse a los partidos tradicionales y el avance de líderes populistas, a veces a la izquierda, a veces a la derecha, que abusan de la legitimidad original que les da una elección para atropellar minorías y degradar el diálogo político.
Mientras la política declina, la ciencia sigue avanzando .
Paradójico mundo, desconcertado mundo. Más que nunca en él la guardia alta del espíritu republicano.