Cruzando la calle
El semáforo parpadea en rojo
El semáforo parpadea en rojo. Un cura se detiene. Mira el asfalto con el mismo respeto con que mira la hostia al elevarla. La sotana, negra y larga, ondea apenas con el viento de la ciudad. Es un cura a la antigua, pero esa mañana no es como las otras.
A sus espaldas queda la iglesia semivacía, con olor a incienso y a cera quemada, con los bancos de madera aún marcados por las rodillas de los fieles. A sus espaldas queda también una conversación con un muchacho que no pidió perdón, sino que pidió ser escuchado. El cura no supo qué decirle.
Del otro lado de la calle, el sol da distinto. Hay ruido, autos, risas, una niña con pelo fucsia, un perro con bufanda, un cartel que dice "Tatuajes desde $10.000". Y un banco en la esquina donde alguien llora sin esconderse.
El cura cruza. Paso a paso, siente que la sotana pesa menos. No porque se acorte, sino porque algo en él se aligera.
En la mitad del cruce, recuerda su primera misa. También recuerda un amor de juventud y una carta que no respondió. Y una oración que una vez le salió del alma y no del misal.
Cuando llega al otro lado, no hay nadie esperando. Solo una tienda abierta. Entra. Compra unos jeans. Se cambia en el baño. Se mira al espejo. No sonríe, pero respira distinto. Bajo la camisa, se asoma una cruz de madera, la misma que llevaba al cuello desde su ordenación.
Ya no es el mismo. Pero tampoco otro.