Domingo, 29 de Junio de 2025

Cultura de la competitividad

UruguayEl País, Uruguay 29 de junio de 2025

Uruguay nunca se ha preocupado mucho por tener una cultura competitiva. Parece que nos da vergüenza ser muy buenos en algo.

El periodista gallego Julio Camba dedicó muchos años de su vida a recorrer distintos países y reseñar las costumbres de cada sociedad.

Sus crónicas de estadounidenses, alemanes, ingleses, franceses, y españoles, dan cuenta inteligente de cómo cada colectividad tiene su propia cultura, y que apenas rascándola esta denota también la concepción que cada una tiene sobre el trabajo y el progreso. Es decir, de cómo se proyectan al futuro.

Mayor sacrificio, mucho ahínco, displicencia, amor por los placeres cotidianos, disciplina, constancia, son todos rasgos más o menos presentes en algunas de ellas cuando las analizamos por separado, aristas, virtudes y defectos que todos vislumbramos o por lo menos intuimos, cuando nos imaginamos el apego que particularmente pueden tener con el compromiso de desarrollo. Alemanes rigurosos, ingleses ordenados, americanos enfocados en resultados, franceses qué sé yo., etcétera.

Uruguay nunca se ha preocupado mucho por tener una cultura competitiva. Parece que nos da vergüenza ser muy buenos en algo, ganarles a otros, u obtener ganancias. Más allá de discursos nunca nos ocupamos por la competitividad en serio. Ni en lo que hace a lo interno, ni con la mira puesta afuera.

Nos hemos acostumbrado a esta carísima comarca repleta de funcionarios públicos, empresarios que ordeñan al Estado, de los que gozan de tal o cual beneficio, o de aquellos que claman por su protección.

Y donde también existen los que pretenden que sus riesgos sean mitigados por el obeso Leviatán omnipresente, los que entienden que sus ganancias son propias, pero que sus pérdidas deben ser socializadas, y cómo no, junto a ellos todo el universo de organizaciones y personas que viven medrando a quienes generan producción y empleo genuino, entrometiéndose también con el mercado de la mano del Estado. ¿Industria paralela?

Pero ¿cómo puede prosperar un país así? ¿Tiene futuro una nación que vive pendiente del ideal y del dogma?

Si es que no nos enteramos ni para dónde va el mundo.

Alcanza con ver el ranking mundial de patentes de innovación por país para darnos cuenta lo lejos que estamos de la realidad de la economía actual.

Entre los primeros diez países más innovadores podemos encontrar algunos que hace treinta años ni podían soñar con los niveles de desarrollo que nosotros teníamos. Hoy nos superan ampliamente. Pero no únicamente en su estadio actual, sino que fundamentalmente nos dejan atrás en potencialidad de futuro.

Cuando nos quejamos de que Uruguay no es competitivo solemos preocuparnos por variables macroeconómicas, cuestiones demográficas, razones geopolíticas, por nuestra estabilidad institucional y jurídica, en realidades de nuestro mercado laboral, o en el inexplicable -para inversores extranjeros- funcionamiento ideológico de las relaciones laborales, la incidencia sindical, y sus consecuencias.

Y claro que son todos aspectos importantes, pero hay uno que permanentemente se nos escapa: el cultural.

Todos los días escuchamos hablar sobre la mentada batalla cultural que ocupa a nuestro sistema político. Coincido con que a Gramsci y sus adeptos rojos no hay que dejarles pasar una. Nadie que razone en términos de libertad y progreso puede aspirar seriamente a que Uruguay camine por la nefasta senda del socialismo. Pero tan embromado como aspirar a instalar en el país el socialismo pleno, es desconocer lo que el mundo de hoy exige para ser mínimamente viable: competitividad y crecimiento. Y para esto se necesita entender, comprender, reformar sin miedo al dolor, y fijarse objetivos.

Pero los síntomas no son buenos. Coincido con mi amigo Alejo Umpiérrez en que el Uruguay en lugar de estar discutiendo sobre la eventual creación de un Ministerio de Justicia -inquietud un tanto decimonónica y peligrosa- por lo menos debería dedicarse a promover aún más la ciencia y la tecnología. Ahí nos va la vida.

El país reúne un montón de condiciones que favorecen la posibilidad real de convertirse en un verdadero hub tecnológico.

Todas nuestras mentadas virtudes que nos definen, a las que se le agregan las que nos hacen rankear muy bien en calidad de vida, nos posicionan para una carrera en la que muchos quisieran estar.

Mientras perdemos el tiempo discutiendo sobre cómo engordar más a nuestro ineficiente y costoso Estado, o cómo rescatar a tal o cual institución inviable, el vertiginoso mundo de los negocios nos pasa por adelante y nos despeina con una velocidad que nuestro sistema político no entiende.

Si de verdad queremos ser una nación desarrollada, más nos vale advertir que la propiedad privada es sagrada, que la empresa es siempre propiedad privada, que la soberanía plena de la misma pertenece solo a sus propietarios, que nadie puede decidir por ellos, que el Estado debe abstenerse de entrometerse en su desarrollo, y que tiene la obligación de velar por los abusos que esta pueda sufrir.

Pero, como decía al principio, todo es absolutamente cultural.

Mientras no nos indignen los barcos parados por voluntad de unos pocos, mientras no nos preocupen las empresas que se van hartas de demandas impertinentes, mientras nos preocupen más la OIT y sus historias que crear empleo genuino, mientras se crea que la competitividad y el crecimiento pueden planificarse en el comité o ser sometidas a su ideología, estaremos jodidos.



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