Por favor, no me deporten
Llegué enfermo a Lima, tosiendo las cinco horas de vuelo desde Miami, temeroso de que mi salud empeorase todavía más en la ciudad del polvo y la niebla, pero, para mi sorpresa, el clima moderadamente frío, que no llegaba a ser agresivo, empezó a sanarme desde la primera noche, pues dormí con unos sueños profundos, de corrido, sin toser, como no podía dormir en Miami hacía semanas
Llegué enfermo a Lima, tosiendo las cinco horas de vuelo desde Miami, temeroso de que mi salud empeorase todavía más en la ciudad del polvo y la niebla, pero, para mi sorpresa, el clima moderadamente frío, que no llegaba a ser agresivo, empezó a sanarme desde la primera noche, pues dormí con unos sueños profundos, de corrido, sin toser, como no podía dormir en Miami hacía semanas.
Continué curándome sin medicinas, remedios ni brebajes, solo respirando el aire fresco y húmedo que venía del mar Pacífico, cuando, un domingo hacia las dos de la tarde, bien dormido, visité a mi madre en su casa de Miraflores y almorcé con ella. Llevaba dos años sin verla, y solo abrazarla, besarla, decirle al oído cuánto la quiero y sentir la pureza de su amor antiguo y desinteresado me entonaron con una vitalidad que llevaba extraviada hacía semanas. La tos, como el amor, no puede disimularse, y el amor de mi madre sosegó mi espíritu, aplacó la tos y me insufló un aire justiciero, bienhechor. Después de comer una lasaña vegetariana con ella, partí deprisa, pues no quería perderme la final del mundial de clubes. A pesar de que mi madre me pidió que me quedase un rato más, mi pasión viciosa por el fútbol, una enfermedad que no tiene cura, me obligó a salir corriendo. Una vez en mi apartamento, me hundí en el sillón y vi el fútbol como más me gusta, es decir a solas.
Tenía el temor de que, a la mañana siguiente, lunes, día laborable, los edificios en construcción a pocos pasos de mi apartamento, uno en la acera de enfrente, el otro apenas a media cuadra, fuesen unas obras tan ruidosas que me impidiesen dormir después de las ocho de la mañana, lo que habría sido catastrófico para mi salud y mi ánimo. No fue así. No sentí los ruidos estrepitosos que temía. Tuve una suerte insólita: una obra, la más cercana, estaba paralizada, y la otra, a media calle, en proceso de excavación, y por eso los ruidos no llegaban a ser violentos o hirientes para el dormilón perezoso que he sido siempre. No tuve entonces que mudarme a un hotel. Pudo dormir en paz hasta la una de la tarde. Al despertar, era una mejor persona, casi no tosía y sentía que, por fin, podía respirar sin sobresaltos, sin temblores.
No me equivoqué al presentir que los momentos más felices del viaje los pasaría con mi madre, en su casa, comiendo con ella, atendidos por Milagros, Emma y Yovana. A sabiendas de que había gozado de la lasaña vegetariana, ellas, tan amorosas, habían hecho otra lasaña para complacerme, pero esta vez con jamón serrano, espléndida, además de los habituales bocaditos: tequeños con palta, tostadas con salmón y palta, butifarras, sándwiches de lomito. Mi madre no me riñó por estar subido de peso. Tal vez por culpa de la enfermedad, había bajado unos kilos. Tampoco me amonestó por llevar el pelo muy largo, pues me lo había recortado antes de viajar, ni porque se me caían los pantalones, ni porque duermo hasta la una de la tarde, ni porque le dije que no vería a ningún médico en Lima. Solo me pidió, la mirada anegada de una ternura que no tiene fin:
-No te desprecies tanto. No te rebajes tanto. No vayas por ahí contando solo tus defectos.
-Lo hago para que la gente se ría de mí -le dije.
Efectivamente, a mis lectores y espectadores les gusta que me tome el pelo. Se ríen cuando les digo que no podría gobernar la vida de nadie, si ni siquiera puedo gobernar mi propia vida, mi pelo indócil, mi entrepierna guerrillera, o cuando les digo que yo despierto a las dos de la tarde y no sé quién soy, en qué ciudad estoy, a qué oficio me dedico, o cuando les digo que no pago mis cuentas, que soy un mantenido, pues mi madre las paga por mí.
-Te pido que no sigas diciendo que eres bipolar. Te pido que dejes de tomar las pastillas que te da tu siquiatra. Debes cambiar de siquiatra.
Le prometí a mi madre que tendría en cuenta esas sugerencias, pero ella sabe que soy su hijo rebelde, oveja negra, terco como una mula. Yo me siento bien. Por eso, prefiero no hacer grandes cambios en mi vida. Sin embargo, hay un cambio que sí me gustaría hacer cuando tenga la suerte de regresar a esta ciudad, probablemente ya el próximo año, a finales de julio, a presentar una novela sobre Hugo Chávez y Fidel Castro, titulada tentativamente "Los golpistas". Me gustaría presentarme en la feria del libro, sí, cómo no, encantado. Pero ¿me exhibiría también en tres distintas librerías, tres noches consecutivas, firmando doscientos ejemplares cada noche, como hice en esta visita a Lima? No: creo que firmar el lunes, el martes, el miércoles y el viernes fue demasiado. No me quejo. Los lectores acudieron por centenares cada noche y me colmaron de afecto. Me sentí alentado, acompañado por ellos. Me sentí vivo como escritor. Me entusiasmó ver que me lee tanta gente joven. Pero firmar libros durante tres horas seguidas cada noche, posando además para las fotos de rigor, ha sido una paliza, y hacerlo cuatro noches en una sola semana me dejó exhausto, sin palabras, sin sonrisas. No fue fácil. Porque, además, después de firmar tres horas, había cien personas o más que coreaban mi nombre y no me dejaban salir, y entonces me sentía prisionero de los lectores, rehén del éxito, víctima de una ola encrespada de afecto que, en cierto modo, me estaba ahogando. Y yo había viajado a Lima no a agonizar, sino a sanar. Por eso, cuando regrese en julio del próximo año a la feria del libro, haré una sola presentación, o cuando mucho dos, pero no más, porque cuatro sesiones de firmas en cinco noches minaron mis reservas, conspiraron contra mi recuperación, me devolvieron al flagelo de la tos ominosa y me enemistaron con mi esposa, quien no estaba de acuerdo con la agenda que me habían impuesto, una agenda que le parecía excesiva, abusiva, mala para mi salud. Aun así, y de nuevo tosiendo a ratos, pude cumplir con los cuatro eventos y creo que, en general, no desairé a mis lectores y los atendí a todos con el afecto y la gratitud que merecían.
También recuerdo con viva emoción que pude ver a mi hermano Javier, un gran artista, a quien tanto admiro, y que me hace reír con tos o sin ella; y me di el gusto de reunirme con Carlos Espá, un amigo de toda la vida, desde los tiempos de "La Prensa", que es ahora candidato presidencial, y a quien le deseo toda la suerte del mundo, porque es un político serio, inteligente y honorable; y una noche, en un restaurante cercano a mi apartamento, el Alado, tan rico siempre, cené con mi amigo Aurelio y con su madre Lucero, una mujer adorable, con quienes compartí el ya legendario pastel de choclo de ese establecimiento y el nuevo tres leches de chocolate, un hallazgo extraordinario.
No por estar de gira literaria hemos dejado de grabar los videos diarios, hechos en casa, para mi canal personal de YouTube. Los grabábamos a las cinco en punto de la tarde, en la sala de mi apartamento, y luego sufríamos, porque la conexión de internet era tan lenta en casa que no podíamos subir el video a la nube, y entonces teníamos que correr a casa de mis suegros, donde disponían de fibra óptica y entonces el video subía en cuestión de minutos, mientras ellos me agasajaban con los bocaditos más deliciosos: ¿cómo, por ventura, podría bajar de peso en Lima, después de almorzar con mi madre, tomar el té con mis suegros y cenar con mi esposa en Alado o en nuestro italiano favorito, La Trattoria di Mambrino? Es imposible, absolutamente imposible, adelgazar en Lima. He comido tan rico que seguramente habré engordado, lo que no me provoca culpa alguna. Por cierto, en La Trattoria han renovado la carta y el paillard de lomo es un triunfo que celebré varias noches.
El domingo comeremos en casa de mi madre y a medianoche volaremos de regreso a la isla donde vivimos. No imaginé que este viaje sería tan dichoso, tan pródigo en placeres, tan estimable en calorías. Me voy sano, contento y rollizo. Con suerte, volveré el próximo año. Solo espero que el lunes los agentes de migraciones me dejen entrar a Miami y no me deporten de regreso a la ciudad del polvo y la niebla.