El ardor
Duele el contraste entre esa energía y ese orden interior de La Tirana, y la agresividad y el cinismo que dominan la esfera pública.
Así se titula el libro del erudito ensayista y editor italiano Roberto Calasso (1941-2021), donde explora el lugar de los ritos en la antigua religión védica de la India. Lo recordé hace unos días en La Tirana, un pequeño poblado de 800 habitantes en plena Pampa del Tamarugal, con casas, locales y establecimientos comerciales construidos precariamente en torno a un gran templo de madera y una plaza de piso duro. Cada mes de julio se congregan aquí, por casi una semana, más de 250 mil peregrinos, danzantes y fieles que vienen a rendir ofrenda a la Virgen del Carmen. Provenientes de todo el norte de Chile, pero también de Bolivia, Perú, Argentina, pernoctan en piezas de arriendo o en carpas instaladas en los alrededores.
"Para saber es necesario arder. De otro modo, todo conocimiento es ineficaz", dice Calasso. Esto no tiene nada de primitivo ni de esotérico, agrega: es una forma profunda y refinada de comprender el mundo.
En La Tirana se combina la devoción católica con tradiciones andinas y coloniales, y una potente expresión cultural mestiza. Cientos de cofradías de danzantes, acompañadas de estridentes bandas, formadas por hombres y mujeres de todas las edades -incluyendo niños-, se turnan en perfecto orden para interpretar danzas como la diablada, los caporales, la morenada, los chunchos, los gitanos, los chinos, los sioux. Cada coreografía, cada traje de colores y lentejuelas, cada máscara iluminada, cada golpe de tambor, cada sonido de trompeta, cada retumbar de la tuba, es parte de una oración que se prepara durante todo el año por familias que pasan esta costumbre de una generación a otra.
La Iglesia Católica no se queda al margen. Aprovecha esta energía colectiva para misas, confesiones, bendiciones y procesiones, las que son seguidas con una contagiosa devoción. "Virgencita del desierto, virgencita milagrosa, tus devotos damos por cierto, pidiendo miles de cosas", se escucha cantar desde las gargantas cansadas en la eterna marcha del día 16.
En forma paralela, alrededor de la explanada se organiza un vasto mercado donde se encuentra literalmente de todo: ropa, carne de llamo, figuras religiosas, electrónicos, frutas y verduras, artesanía, comida en todas sus variedades, frutos secos, pululos (un grano inflado parecido a las palomitas de maíz), leña, artículos de tocador; todo. Por sus callejuelas circulan, día y noche, cientos de miles de personas para hacer una pausa antes de retomar las celebraciones. Los negocios son en su mayor parte regentados por mujeres bolivianas que no conocen de fronteras ni de pasaporte; como una tejedora de Colchane, donde tiene sus llamas, que manda a hilar su lana a Bolivia, vive y trabaja en Pozo Almonte, y vende usualmente sus productos en Alto Hospicio y por Instagram.
A pesar de la escasa presencia de carabineros, del gran número de jóvenes y de la muchedumbre, prevalece un perfecto orden. Es lo opuesto a la anomia: una disciplina generada desde dentro por la devoción y la estricta organización interna de las cofradías. A esto contribuye, por cierto, la "ley seca" que se instituye en esos días en toda la zona.
La Tirana es una manifestación de la vitalidad del sincretismo andino, donde convergen el catolicismo y las creencias indígenas; la tradición y el espectáculo; lo sagrado y lo profano; el culto y el comercio, y desde luego, chilenos con bolivianos y peruanos. Todo se mezcla, superpone y actualiza en estos bailes y ceremonias que, como todo rito, sirven para "resolver mediante el gesto lo que el pensamiento no puede resolver" (Calasso).
De vuelta al smog de Santiago, duele el contraste entre esa energía y ese orden interior de La Tirana y la agresividad y el cinismo que dominan la esfera pública. Quizás sea mucho pedir, pero ojalá quienes pugnan por gobernarnos supieran proyectar el mismo ardor. Así, la cohesión social podrá alcanzar la misma naturalidad que la respiración.