Los favoritos de Dios
Ser hincha de un equipo de fútbol es de esas cosas que están mal, aunque sea socialmente aceptado; la otra es tener mascota viviendo en un apartamento (la mayoría de las personas citadinas), pero de eso hablaremos en otra ocasión
Ser hincha de un equipo de fútbol es de esas cosas que están mal, aunque sea socialmente aceptado; la otra es tener mascota viviendo en un apartamento (la mayoría de las personas citadinas), pero de eso hablaremos en otra ocasión. Porque querer de antemano que un equipo pierda o gane no es sano ni natural, más bien denota inmadurez y carencias, básicamente porque el hincha se desvive por algo que no puede controlar: el resultado de un partido. Él cree que sí, por eso asiste al estadio, se compra la camiseta y cumple cábalas, pero su influencia, salvo la económica y la decorativa, es prácticamente nula. Toma años entenderlo, a veces nunca se llega a esa conclusión. Y si se consigue, es preferible ignorarla porque es mejor seguir viviendo con motivaciones, así sean ajenas, que habitar el vacío. Tome la expresión ‘Fanático de fútbol’ y quítele el ‘de fútbol’. ¿Qué queda? Pues eso, un fanático a secas, alguien con el que es imposible razonar. Es que la pasión obceca, sirve para vender cervezas y sitios de apuestas, pero no para pensar. Hoy más que nunca, los hinchas no piden, sino que exigen porque su propia felicidad no depende de ellos, sino de terceros. Solo hay que ver cómo se portan con Luis Díaz, de quien muchos dicen que es malísimo, un ‘pechofrío’, porque no hace gol en el partido que ellos quieren al minuto que necesitan. Se debe haber equivocado el Bayern Múnich al contratarlo con el sueldo cuadriplicado, qué van a saber de fútbol esos alemanes. Los seguidores se creen los dueños de los clubes y de las carreras deportivas de los futbolistas solo porque pagan una boleta o se suscriben a una plataforma, así como los electores juramos que tenemos derecho a criticar todo porque votamos. El fútbol es un juego, debería dar felicidad, pero en cambio de eso genera una desdicha sin precedentes. Los fanáticos sufren cuando su equipo pierde, tienen unos días malos y culpan a factores externos de sus propios problemas, y si su equipo de casualidad gana, no se ponen felices, sino que se desahogan, celebran el alivio de no haber perdido, por eso lloran más en la victoria que en el fracaso. ‘Dilo sin llorar’ es su argumento más frecuente, cosa que solo diría un llorón. Eso cuando no se están matando, como acaba de pasar en un concierto de música en Bogotá, porque un fanático ama tanto a su equipo que es capaz de quitar vidas en su nombre. Es lo mínimo, claro, ¿qué pasa con esa gente que solo grita los goles y luego se va a casa en paz? Debe estar loca. Con menos armas cortopunzantes, pero con igual dosis de violencia, el país sufrió el sábado pasado la derrota en la final de la Copa América Femenina con la fórmula de siempre: tomándose a pecho ilusiones ajenas. Con el correr de los minutos se pasó de la euforia a la tensión; luego, a la frustración; posteriormente, a la tristeza, y por último, a la rabia, apelando de paso al ya clásico "Gracias, guerreras". Creo que ya lo he dicho, pero guerrero es el que lucha, no el que pierde, pero nosotros nos empeñamos en convertir el ‘guerrero’ en sinónimo de perdedor. Y claro, estamos cansados de perder en fútbol independientemente del género, convencidos de que somos un pueblo olvidado de Dios. El día de la final contra Brasil, en medio de su impotencia un amigo preguntaba repetidamente por qué nos pasaban esas cosas, a lo que solo se me ocurrió responderle que porque aquí hay mucho malaclase y quizá no lo merecíamos. Y un poco sí, pero al final lo que creo es que Dios nos ama tanto que por eso impide que ganemos, porque si algo tenemos los colombianos es no saber gestionar la felicidad. Así, en vez de mandarnos a la calle embriagados de gloria y de alcohol, nos devuelve tristes a la casa para que el lunes podamos levantarnos como si nada a seguir trabajando por este país que decimos amar. Frustrados, pero vivos.
Hinchas de fútbol
Adolfo Zableh Durán