¿Crisis espiritual?
Vivimos tiempos donde las certezas se han debilitado, la globalización y el panorama internacional amenaza a las pequeñas naciones.
La motivación para estas líneas provino de dos fuentes disímiles. La primera, el cumplimiento de los doscientos años del Uruguay como país independiente. Un lapso fundamental para quienes, herederos de siete generaciones de orientales, hoy somos parte de él. La segunda una columna en este periódico del Dr. Leonardo Guzman que tituló "Balancete de los 200 años", en una desangelada visión de nuestra espiritualidad como pueblo que según comenta, arruinamos mediante un civismo distraído. Presentado como una síntesis abreviada de la historia cultural del país, si bien puede comprenderse en la hondura de su formulación, cuesta compartirlo en sus causas y conclusiones. Particularmente cuando nos precavemos ante su particular romanticismo histórico.
Es cierto que el Uruguay ha vivido un ciclohistórico desparejo. Partiendo de las desnudas llanuras del siglo XVIII, y remontando pasiones y violencia del período siguiente, levantamos un país, que si bien no culminó con el éxito esperado su desarrollo material, sí lo logró en su crecimiento espiritual, conformando con el correr de las décadas, la más firme y optimista democracia del continente.
Juramos una constitución, institucionalizamos la libertad personal, creamos partidos políticos consistentes, aceptamos pactar y modernizarnos, superamos el primer militarismo y tempranamente afrontamos la cuestión social, casi desconocida en el entorno regional. Así surgió el primer equilibrio regional entre estado y sociedad, una nueva modalidad gubernamental donde los partidos afrontaron con valentía y sentido crítico el impostergable crecimiento, sin por eso relegar la justicia distributiva.
Hasta los treinta del siglo veinte nos desarrollamos venturosos superando materialmente a muchos países europeos. Lo hicimos sin deslumbrarnos con la revolución soviética ni con la expansión del fascismo que por aquí solo tuvieron el eco apagado del breve golpe terrista. Luego, a partir de esa década, o incluso algo antes, si bien mantuvimos nuestra independencia ideológica y nuestro progresismo político, crisis del 29 mediante, cerramos la apertura económica y no supimos seguir avanzando. Por más que no se trató de un despiste espiritual sino de un desarreglo claramente material.
Como bien dice Gabriel Oddone entre 1913 y 2020 promedialmente el PBI nacional creció anualmente el 2.2%, mientras en los cincuenta años anteriores había superado el 2.6%, y actualmente, si bien mejoramos, reabriendo al país, aún seguimos cuasi estancados. Pese a este desliz Uruguay, mantuvo sus logros institucionales. En 1966 retornamos al presidencialismo y pese a leves cambios en la orientación económica en los dos períodos del colegiado nacionalista, conservamos nuestra democracia en medio de un estallido cultural contestatario, encabezado por la generación de 1945.
En esa década irrumpió en Latinoamérica el suceso político cultural-más resonante del siglo: la revolución cubana. Una parte de la juventud hemisférica, particularmente las camadas estudiantiles junto a los intelectuales del período la acogieron con pasión, esperando librarse con ella del execrado capitalismo dependiente. En un país económicamente estancado se revitalizó el marxismo como "weltanschaung", estalló la protesta socio estudiantil junto al antiimperialismo (ya no areliano,) la insurgencia armada, el Frente Amplio y el estado de guerra interno decretado por un gobierno que asediado apeló al autoritarismo, aún cuando no se salteara explicitamente la constitución.
La confrontación terminó con la dictadura cívico militar, el período más negativo y lejano de las tradiciones políticas y culturales del país. Pero el quiebre espiritual con el ocaso de los valores que vertebran la perdida institucionalidad duró poco en términos históricos, pese a que sus consecuencias fueran duraderas y en cierta medida, casi paradójicas, reconfortante.
En el renacido Uruguay se dieron cita las más variadas ideologías, desde el muy debilitado conservadurismo de derecha, el liberalismo tradicional, el liberalismo antiestatita, la democracia cristiana, la social democracia, la izquierda marxista, la izquierda liberal, un muy disminuído anarquismo y algún grupo doctrinariamente menor. Varias de estas ideologías -no siempre sus prácticas- se sucedieron en el poder durante los últimos 40 años, cinco de ellas pertenecientes al centro liberal y cuatro, a la actual izquierda frentista.
Pese a esas alternancias el rechazo a la dictadura cívico militar fue casi unánime y las tradiciones democráticas resurgieron con renovado vigor en todos los partidos. Lo mismo ocurrió con la intelectualidad, en su gran mayoría víctima del exilio cuando no de prisión, que gradualmente fue aceptando el pluralismo. Por más que este proceso de convergencia -de práctica notoria en todos los gobiernos frentistas- fuera menos usuales en los agrupamientos pertenecientes a la izquierda tradicional de basamento marxista así como en las aun anacrónicas organizaciones sindicales.
Hoy vivimos tiempos donde las certezas se han debilitado, la globalización y el panorama internacional amenaza a las pequeñas naciones. También internamente las adhesiones populares a las democracias aparecen marchitas en un declive preocupante en un nuevo orden, donde soberanía, derechos y representación, sujetas a redes y falsas noticias, estuvieran en cuestión. Al unísono en nuestra república, a diferencia del pasado y del entorno se afianza la idea de un consenso social demócrata implícito, que a la larga diluirá anteriores confrontaciones entre izquierdas y derechas. Afortunadamente casi todos seguimos aferrados al liberalismo de los derechos, a nuestra democracia y a una común tradición solidaria originada en la Ilustración. Podemos diferir con el gobierno de turno e indignarnos con su orientación, preocuparnos seriamente por nuestro futuro demográfico, deplorar los más de 300.000 orientales actualmente excluídos de todo bienestar, y sin duda responsabilizarnos por la inercia que nos caracteriza como comunidad, pero ello no implica una crisis donde estén en juego valores, tradiciones o sensibilidades colectivas. No asistimos -creo- a un quiebre espiritual, sin que ello suponga desconocer sus amenazas.