El espacio público y las redes sociales
Antes que regulaciones dirigistas, el camino pasa por contribuir a una ciudadanía informada, capaz de discernir por sí misma.
Después de más de una década de penetración de las redes sociales, el debate en torno a su impacto en las sociedades democráticas sigue abierto. Ya eventos como la primera elección de Donald Trump o el triunfo del Brexit plantearon interrogantes respecto de la capacidad de manipulación de la opinión pública mediante informaciones falsas y su influencia en el reforzamiento de visiones polarizadas. Y es que las facilidades que para ello ofrecen los algoritmos y otras herramientas digitales desafían los procesos de deliberación tradicionales y parecen favorecer, en cambio, la instalación de miradas populistas.
La reciente elección en Chile volvió a poner en evidencia cómo los ciudadanos recurren a una gran variedad de plataformas digitales para informarse incluso de sus opciones de voto, particularmente en el caso de aquellas personas con escaso interés por la política, en un entorno de sufragio obligatorio. Ello -como mostraron algunos de los resultados del domingo- agrega un factor de imprevisibilidad, pues mientras los perfiles ideológicos se difuminan, se acrecienta la demanda por respuestas inmediatas a las necesidades ciudadanas más urgentes.
Autores como Yuval Noah Harari, en Nexus, y recientemente Jürgen Habermas, plantean el impacto que las redes están teniendo en las relaciones sociales y políticas. Para Habermas, la esfera pública se ha "plataformizado" a tal punto que se podría afirmar que existe una suerte de esfera pública desestructurada en la que los ciudadanos participan buscando la aprobación vía likes , rechazando toda mediación informativa y atomizándose en burbujas de rechazo a voces disonantes. Ello no solo dificulta la deliberación democrática, sino que crea círculos de reforzamiento que debilitan el sentido comunitario. La exigencia por lo inmediato, la preeminencia de la emotividad, la búsqueda del interés particular y la pérdida del sentido de lo común, alimentan la frustración, el enojo y la demanda por soluciones rápidas y concretas. Ello tensiona a las sociedades democráticas, conspirando contra la posibilidad de políticas públicas de largo plazo y generando liderazgos en constante búsqueda de una aprobación que se esfuma al primer traspié.
Iniciativas como la regulación de los contenidos difundidos por las redes, sanciones tendientes a responsabilizar a las plataformas por la propagación de noticias falsas o los intentos de los gobiernos por crear controles con el pretexto de evitar la desinformación, no constituyen solución y en cambio arriesgan vulnerar libertades básicas.
Lo cierto es que la tecnología avanza sin tregua -la inteligencia artificial ya está presente en todos los ámbitos- y su penetración en las distintas áreas, incluida la informativa, es irreversible. Ante este escenario -y como lo recogió un reciente reportaje de Artes y Letras, de "El Mercurio"-, la interrogante es la de si resulta posible un uso de las redes sociales que haga de ellas una genuina instancia de deliberación pública o si sus propias características hacen de esa posibilidad una utopía. Cualquiera sea la respuesta, el tema plantea un inmenso desafío para los líderes políticos, el sistema institucional y los medios de comunicación profesionales. Son estos últimos los llamados a contrarrestar la desinformación y la banalización del debate con rutinas periodísticas capaces de develar la verdad informativa y contribuir a reforzar el sentido de pertenencia y cohesión social. Lo mismo cabe para la actividad política, la que, más que caer bajo el hechizo pasajero de la dinámica de las redes, debiera intentar aprovechar sus características para contribuir a la formación de una ciudadanía informada, exigente y con capacidad para discernir por sí misma. Tarea compleja pero que requiere abordarse.