El delicado equilibrio

Colombia llega de nuevo a la discusión del salario mínimo con una mezcla incómoda de señales. El desempleo ha cedido lentamente, pero sigue siendo alto para una economía que apenas crece por debajo de su potencial. La inflación, que vuelve a asomar su incómoda cabeza, continúa afectando el bolsillo de los hogares y limita el margen para decisiones responsables. Y aún más grave, más de la mitad de los trabajadores está por fuera del salario formal, atrapados en la informalidad, en contratos inestables o en ocupaciones que no alcanzan ingresos básicos. Esa realidad nos recuerda que el debate no puede girar sólo en torno a un número, sino al sistema completo que sostiene o destruye empleo y que define si el país puede generar riqueza o no. A primera vista, aumentar el salario mínimo por encima de la inflación parece la opción más justa. Es comprensible que los trabajadores tengan un mayor poder adquisitivo y remuneración por su trabajo. Pero la economía funciona como una balanza delicada. Si los costos laborales suben más rápido que la productividad, las empresas reducen contrataciones, aplazan inversiones o sustituyen trabajadores por tecnología, porque de lo contrario empiezan a tener pérdidas. Eso ya ocurrió en países donde el salario creció por decreto sin considerar la capacidad real de la economía. En algunos estados de Estados Unidos, incrementos acelerados llevaron al cierre de pequeños comercios y a una reducción de horas trabajadas. En Europa, sectores como hotelería y servicios enfrentaron automatización forzada y recortes que nadie vio al día siguiente, pero sí en el largo plazo. Colombia vive hoy su propia versión de ese dilema. Mientras una fracción de trabajadores formales recibe el aumento, millones de informales quedan por fuera. Y un incremento desproporcionado puede alejarlos aún más del mercado formal, porque encarece contratar legalmente en empresas que ya operan al límite. El país termina atrapado en una doble trampa. Un grupo que recibe un aumento difícil de sostener y una mayoría que no recibe nada. El resultado es un mercado laboral más pequeño, más frágil y con menos oportunidades reales de movilidad. El reto es entender que no se trata de negar mejoras salariales, sino de proteger la capacidad misma de crearlas. Los salarios sólo pueden subir de manera sostenible cuando la economía produce más, exporta más, invierte más y compite mejor. Ese es el ejemplo de los países que lograron prosperidad: no crecieron decretando salarios, crecieron creando riqueza. Atrajeron inversión, fortalecieron sus empresas, ampliaron su productividad y construyeron una clase media robusta. En esos lugares, los salarios suben porque la economía puede pagarlos, no porque una negociación lo decida. Colombia necesita seguir ese camino. Necesitamos más inversión, más empresas, más innovación y un entorno estable donde los inversionistas quieran arriesgar su capital. Necesitamos ampliar nuestra clase media y generar más riqueza colectiva, no como un privilegio, sino como una condición para que todos puedan prosperar. Un país con más ricos y más clase media no es un país desigual; es un país donde hay más oportunidades y donde los salarios suben porque hay crecimiento real. Lo responsable hoy es acordar un aumento que compense la inflación y proteja el ingreso, pero sin desconectarlo de la productividad ni del contexto económico. Un equilibrio fino, sí, pero imprescindible. Porque al final, lo que importa no es anunciar un aumento de salario, sino que haya empresas para pagarlo, inversión para sostenerlo y un país capaz de crecer para que cada año seamos más prósperos como sociedad.