Rasguños que no queremos ver

Hace una semana la revista Cambio publicó la denuncia por violencia de Karen Santos, la expareja del empresario de conciertos Ricardo Leyva, junto con unas escenas filmadas en las que él la amenaza con matarla por provocarlo. Es imposible trasladar a la escritura ese tono de Karen, entre la súplica y el pánico, que las mujeres podemos reconocer, como si patinara por nuestro ADN, en ancestros o escenas no vividas ni nombradas (o sí): ese miedo atávico a la violencia masculina que cargamos en el cuerpo y que nos quiebra la voz, como una regresión a momentos vulnerables de la vida. A la entrevista le siguieron algunas columnas, unos foros en los que participaron mujeres periodistas y políticas y -cómo no- un trino del presidente Petro. "Yo no me meto en esas peleas. De ahí solo se sale aruñado por todas partes", declaró, como si fuera un vecino que le sube el volumen a la tele para no oír que revientan a una mujer en el apartamento contiguo; como si no fuera el presidente de una república en la que la violencia contra las mujeres ha hecho parte del conflicto armado y también de la vida cotidiana: en el campo y la ciudad, en todos los sectores y en todos los estratos. Pero la vida siguió y del señor que amenazó con matar a la mujer se dijo que pasaba vacaciones en España. Así es la impunidad, con sus frases y sus acciones recurrentes: mirar para otro lado, no meterse, lavar la ropa sucia en casa, juzgar a la víctima por haberse atrevido a denunciar o por provocar el orgullo varonil. Qué necesidad había de filmar al agresor en el momento en el que le advierte a "su" mujer que lo está provocando -leí varios comentarios-. Los vecinos escuchábamos los gritos de la señora; era terrible, leí también, junto con preguntas que no tienen respuesta: ¿qué hace que una mujer se aguante por años esa situación? O, dicho de otra forma, ¿cuál es la relación entre las brechas económicas, sociales y políticas, los roles de cuidado y la permanencia en una relación violenta? Un mandato de silencio aprendido se cuela entre esas brechas, en parte para evitar las represalias de denunciar sin apoyo institucional ni familiar, y, en parte, para eludir esa vergüenza que produce la agresión y que funciona como entorno perfecto para los intentos de los agresores, puesto que está clara la relación entre el feminicidio y los episodios previos de violencia sin reportar. Por lo general, los agresores no logran la primera vez eso que anuncian, pero las escenas de golpes, celos, trago, armas y advertencias pueden leerse como factores de riesgo que alertan sobre el peligro, no solo a la víctima sino a las instancias del Estado y de la sociedad. "Uno nunca está más inerme que cuando no tiene lenguaje" , escribió la mexicana Cristina Rivera Garza en El invencible verano de Liliana, un libro sobre el feminicidio de su hermana que tuvo que rescatar, perdido de los archivos judiciales, treinta años después. Cuando la mataron, no existía esa palabra que hoy nombra el delito, feminicidio, y que en Colombia está tipificado desde 2015 en la ley Rosa Elvira Cely. Días antes del trino presidencial, el 26 de noviembre, el mayor Másmelas cometió feminicidio contra su ex, la teniente María Camila Mora, en el Cantón Norte de Bogotá. La amiga que esperaba a María Camila para ir a un concierto la vio llegar, desde la ventana de su apartamento, y vio que alguien la obligaba a regresar al carro. Cuando bajó, el mayor la había asesinado y se había suicidado. Varias veces le había "advertido" que, si no era "para él", no sería para nadie, pero quizás nadie quiso meterse en "esa pelea". La víspera, el 25, había sido el Día Internacional de la Violencia contra la Mujer y hubo marchas de mujeres en todo el mundo. Aquí también.
Habitación propia
Yolanda Reyes