Libertad académica: una frágil conquista
La libertad académica no se pierde solo por decreto. También puede erosionarse gradualmente, bajo formas aparentemente razonables, hasta tornarse irreconocible. Defenderla hoy reclama algo más que consignas: requiere comprender su complejidad histórica, asumir sus responsabilidades internas y resistir tanto las amenazas burdas como las sofisticadas.
En Occidente, la libertad académica no es un adorno normativo ni una concesión graciosa del poder político. Ha sido, desde el origen mismo de la universidad, un elemento constitutivo de su cultura, su organización y sus prácticas. Sin ella, la universidad deja de ser universidad y se transforma en otra cosa: una escuela profesional avanzada, un centro de adiestramiento técnico o, en el peor de los casos, un instrumento ideológico. Ha ocurrido centenares de veces alrededor del mundo.
Durante los primeros siglos de su existencia, la lucha por la libertad académica adoptó la forma de una emancipación progresiva frente a dos poderes dominantes en la época: el político -el imperio, la espada- y el religioso -la Iglesia, la cruz-. Esa lucha dio lugar a la noción de autonomía universitaria, entendida como la capacidad institucional de definir qué se investiga, qué se enseña y cómo se evalúa el conocimiento, sin subordinación directa a mandatos externos. Se trató de una conquista histórica lenta y conflictiva, que -con el tiempo- hizo posible la emergencia de una esfera intelectual relativamente independiente en el seno de las sociedades modernas.
Sin embargo, esta autonomía nunca ha sido absoluta ni autosuficiente. Su garantía externa ha descansado, y sigue haciéndolo, en la vigencia de un régimen político liberal-democrático. Y en un doble compromiso del Estado: respetar la autonomía universitaria y contribuir de manera decisiva al financiamiento público de las instituciones. Cuando uno de estos pilares se debilita, el edificio completo comienza a resentirse. Este delicado entramado político-institucional tiene un propósito claro: permitir que la universidad cumpla su función social específica. Esto es, desarrollar conocimiento nuevo, formar profesionales con base científica y sostener una conversación crítica de largo plazo con la sociedad. Para ello, la universidad no opera como una suma de individuos aislados, sino como comunidades de saberes, regidas por normas epistémicas compartidas, procedimientos colegiados y responsabilidades públicas. La libertad académica no es, por tanto, un derecho individual irrestricto, sino una libertad institucionalmente mediada, orientada por criterios de verdad, competencia disciplinaria y rendición de cuentas ante el país y las ciencias.
El siglo XX mostró con crudeza las amenazas externas más evidentes a este modelo. Los regímenes totalitarios, las dictaduras personalistas, los colonialismos y la lógica binaria de la Guerra Fría hicieron de la universidad un campo de disputa ideológica directa. Allí donde el poder político buscó monopolizar la verdad -desde el fascismo hasta el estalinismo-, la libertad académica fue una de las primeras víctimas. La censura, la persecución de académicos y la subordinación del conocimiento a fines doctrinarios marcaron buena parte de ese período.
Chile contribuyó con su cuota a este drama. Durante 17 años nuestras universidades estuvieron intervenidas, sus autoridades designadas ejercieron un poder sin límites, el pensamiento libre fue exonerado, la crítica desterrada; fue el largo invierno de la "universidad vigilada".
Pero las amenazas a la libertad académica no provienen solo desde fuera. También desde el interior de las propias universidades emerge un riesgo persistente: el abandono de la neutralidad académica y la conversión de la institución en un actor militante.
En América Latina, José Medina Echavarría advirtió tempranamente sobre esta deriva. Para él, cuando la universidad confunde su función crítica con la acción política directa, cuando la cátedra se transforma en tribuna y la investigación en consigna, se socavan las condiciones mismas que hacen posible el conocimiento riguroso. La universidad puede -y debe- ser crítica del poder, pero no puede sustituir el análisis por la adhesión ni el debate racional por la movilización permanente sin pagar un alto costo epistémico.
En el siglo XXI, las amenazas a la libertad académica muestran un rostro muy distinto y de otra naturaleza. Persisten, por cierto, los riesgos asociados a regímenes abiertamente iliberales (véase Trump, Orban o Erdogan), autoritarismos tecnocrático-tecnológicos (R.P. China); y a caudillismos populistas, particularmente visibles en América Latina (Maduro, Bukele, Ortega), según constata el Academic Freedom Index - 2025. En estos contextos, la autonomía universitaria suele verse erosionada mediante la captura política (Rusia, India), el control presupuestario selectivo (Argentina) o la imposición de agendas ideológicas desde el Estado (Cuba, Corea del Norte).
Sin embargo, existe además una categoría de riesgos más sutiles, menos visibles y, por ello mismo, potencialmente amenazantes. Uno de ellos es lo que puede llamarse una autonomía burocratizada, hiperregulada, sujeta a controles blandos pero eficaces. Un régimen, por ende, como ha venido extendiéndose en Chile: en el cual las universidades conservan formalmente su independencia, pero operan bajo una densa red de estándares, indicadores, sistemas de acreditación, métricas de desempeño y dispositivos de supervisión. La datificación creciente de la vida académica -evaluaciones incesantes, publicaciones numeradas, proyectos mensurados, impactos cuantificados- introduce una forma adicional de control indirecto que no prohíbe, pero orienta; no censura, pero incentiva; no manda, pero condiciona; no impone, pero exige.
A ello se suma un segundo riesgo interno, pero de hechura externa: la racionalización competitiva y la lógica de eficiencia productiva que atraviesan hoy a nuestras universidades. La presión por rankings , financiamientos concursables y resultados medibles genera tensiones crecientes con la lógica colegial de base epistémica. Las decisiones académicas comienzan a ser interferidas por lógicas burocráticas, gerenciales y de rendimiento y utilidad práctica que privilegian la rapidez, la visibilidad y la rentabilidad por sobre la reflexión, la diversidad intelectual y el riesgo cognitivo.
Nada de esto equivale, por supuesto, a negar la necesidad de evaluación, rendición de cuentas o buena gestión. El problema surge cuando estos instrumentos dejan de ser medios y se transforman en fines, reconfigurando silenciosamente el sentido de la actividad académica.
La libertad académica, en suma, no se pierde solo por decreto. También puede erosionarse gradualmente, bajo formas aparentemente razonables, hasta tornarse irreconocible. Defenderla hoy reclama algo más que consignas: requiere comprender su complejidad histórica, asumir sus responsabilidades internas y resistir tanto las amenazas burdas como las sofisticadas. Porque una universidad sin libertad académica puede seguir funcionando; lo que no puede es seguir pensando su época y lugar.
El siglo XX mostró con crudeza las amenazas externas más evidentes a este modelo. Los regímenes totalitarios, las dictaduras personalistas, los colonialismos y la lógica binaria de la Guerra Fría hicieron de la universidad un campo de disputa ideológica directa.