Noche de Navidad
La Navidad está suspendida en las rocas del olvido, se cristaliza en la fecundidad de los campos, en la sombra de lo que nació ayer y en los ojos desvelados de la noche
La Navidad está suspendida en las rocas del olvido, se cristaliza en la fecundidad de los campos, en la sombra de lo que nació ayer y en los ojos desvelados de la noche. Circula entonces la Navidad por los jardines del alma, a veces tímida, otras transfigurada en la meditación de los misterios, y una música suave, llegada con el crepúsculo, anuncia su presencia casi con felicidad.
Avanza sobre las cunas perdidas y vuelve a instalarse allí. Los azahares se transforman en bálsamo de romero, y las aves angélicas murmuran algo sobre la belleza del Niño, preguntándose si al abrir los ojos ya lo sabrá todo. Un fulgor boreal cae sobre los desiertos, de las arenas reviven siglos de muertos, y hasta la eternidad de las nieves vacila, porque lo eterno acaba de nacer y, sin embargo, era antes.
Algunos verán la Navidad tras los barrotes de sus penas; otros permanecerán silenciosos en sus tumbas, convertidos ellos mismos en misterio: juro que la Navidad acariciará sus huesos. La noche, transfigurada por los poemas del alba, deja atrás el traje de la angustia, se desnuda sin reparar en el frío y extiende su amparo sobre madres, padres e hijos. Bendice celdas de presos y de monjes y, con la garúa del amanecer, abre un abismo luminoso en las rocas.
Los mares embravecidos creen ser arroyos cristalinos; la eclosión de las peonías llena el espacio de quienes moriremos. Los latidos se vuelven fuertes y precisos, pulsiones de los deseos, coronas de nuestros santos pecados. Celebramos entonces la finitud: la vida que nos queda, las palabras pronunciadas y las que aún esperan, los nombres que nos dimos al nacer, al amar, al terminar.
Y así contemplamos cómo, finalmente, la noche da a luz, la luz.