Relato presidencial
Un presidente puede ser cercano e incluso intentar ser gracioso. Lo que no puede es sembrar suspicacias sobre su investidura.
El sello del primer año de Yamandú Orsi fue lo que ocurrió cada vez que tuvo un micrófono enfrente. Si aspira a recuperar el control, necesita mejorar.
La pregunta es si quiere, porque no rectificar un defecto de esta naturalezano es defender un estilo: es aceptar un límite.
La voz del presidente es el lugar donde el país busca convicciones. Puede ser cercano e incluso intentar ser gracioso. Lo que no puede es sembrar suspicacias sobre su investidura.
La jerarquía no viene incluida con la banda presidencial. Se gana con la calidad de lo que se hace y con la claridad de lo que se sostiene. Su palabra debería transmitir seguridad y eso no pasa.
Para empezar, debería haber una postura oficial sobre cada tema sensible. Un esquema actualizado, con una idea central, datos verificables y respuestas ensayadas a las preguntas obvias. Es lo mínimo.
El siguiente movimiento es estructural. La gestión debe enmarcarse en una grilla semanal de anuncios y no en una olla de grillos.
Si cada ministro propone lo que le parece o si el presidente improvisa y luego lo corrigen, lo explican, lo contradicen, el resultado es uno solo: ruido.
Sin estrategia, solo queda movimiento sin rumbo. Se necesita una obsesión, una misión que ordene el quinquenio.
De lo contrario, el oficialismo terminará justificándose con adjetivos en lugar de con acciones. Refinar el mensaje es crucial.
Acelerar el paso y concretar hechos relevantes es existencial.
El objetivo es lo primero. Un propósito que no inspira es un coqueteo con la mediocridad.
La política es el intento de elevar el listón de lo posible.
Si se lo coloca bajo a propósito, se instala la sospecha más corrosiva: que no hay ambición, ni capacidad, ni ganas.
La gente no sigue cada detalle, aunque percibe el ambiente. Cuando falta estrategia, el gobierno se vuelve reactivo. Ahí el relato no se conduce, se padece. La hoja de ruta debe ser ambiciosa y consistente.
Un mensaje recién empieza a rozar el radar de la opinión pública cuando el que lo emite ya se aburrió de repetirlo.
Hay una prueba esencial de liderazgo. Mirar de frente la principal preocupación de la gente y darle una respuesta concreta. Elegir es renunciar, gobernar es jerarquizar. Si se anuncian 63 prioridades, es probable que sobren 60... o 62.
Lo mejor que podría pasar es que Orsi convierta su debilidad en aprendizaje y que el país lo vea subsanar errores con disciplina. En ese escenario, la naturalidad no desaparece, sino que se encuadra. La autenticidad es útil, siempre que el público crea que la controlás, no que ella te controla a vos. La autoridad no se construye reincidiendo en el traspié ni pronosticando más porrazos, sino preparándose y eligiendo con inteligencia cuándo exponerse.
Lo más probable es que la conversación pública siga girando en torno a sus frases inconexas y que el Ejecutivo continúe gastando energía en descifrarlas. Su autoridad se irá licuando. Orsi podría incluso redoblar la apuesta por la informalidad. De hecho, en las últimas semanas ha caído en la autocomplacencia.
Tiene derecho a creer que el país prefiere un presidente así. Debería, sin embargo, ser consciente de que la decencia por sí sola no basta para llegar lejos. Y de que pulir su comunicación también es una forma de responsabilidad institucional.
Lo que no puede permitirse es el escenario más nocivo: que el micrófono abra la puerta a la sensación de que no hay mando, capacidad ni humildad. Eso puede derivar en un gobierno condenado a defenderse, plagado de voces
discordantes que compitan por llenar el vacío, con un líder vulnerable, expuesto a la intemperie y a merced de todo y de todos.
Orsi no debe discutir donde le conviene al adversario. Si dedica energía a justificar su estilo, confirma que el tema de fondo es su forma y no el país. Una crisis debe cerrarse rápido.
Cuando un error se estira, se convierte en patrón y el patrón se vuelve etiqueta.
Se requiere una maquinaria profesional de respuesta rápida, con autoridad para corregir, aclarar sin titubear y aplicar una regla simple. El silencio sabe ser más eficaz que la sobreexplicación.
Hace falta despersonalizar el incendio. Este equipo pide a gritos un vocero. Un presidente que habla de más se consume. Su presencia debería ser un recurso escaso y no combustible para el fuego. Hay, además, una condición interna.
El sistema debe permitir la disidencia, porque lo más riesgoso para un líder no es equivocarse, sino que nadie le diga que no.
O, peor aún, no escuchar a quienes lo intentan.
Una salida útil sería aplicar un pacto de sobriedad comunicacional. No un voto monástico de silencio, sino una regla deliberada: evitar comentarios al pasar sobre temas sensibles, dejar de gobernar con frases sueltas y reservar la palabra presidencial para instancias donde el mensaje esté pensado y el Estado no quede rehén de sus impulsos.
Podría presentarlo como un gesto de respeto institucional, no como una derrota. No callarse por miedo. En cambio, dejar de improvisar porque reconoce que su palabra pesa. En una política adicta a la reacción, el autocontrol es casi exótico y podría convertirlo, además, en una prueba de liderazgo.
Nadie pretende queel preisdente Orsi se convierta en un orador de fuste, sino que trabaje en sus debilidades.
El segundo año es una oportunidad de demostrar que no está preso de su personaje y de dejar que el país, por fin, escuche un rumbo.