Antes de entrar en el nuevo año
En medio del vértigo de las fiestas, de la emoción de los reencuentros, de la agitación por los desplazamientos, de la ilusión por las celebraciones, en algún momento de estos días de cielos inspiradores, casi todos, aun sin proponérnoslo, cerramos los ojos -o los dejamos abiertos pero en realidad miramos hacia dentro- y pensamos en algo nuevo, algo atrevido, algo profundo, algo aplazado, que nos gustaría hacer, que nos gustaría vivir, en el año que está por comenzar
En medio del vértigo de las fiestas, de la emoción de los reencuentros, de la agitación por los desplazamientos, de la ilusión por las celebraciones, en algún momento de estos días de cielos inspiradores, casi todos, aun sin proponérnoslo, cerramos los ojos -o los dejamos abiertos pero en realidad miramos hacia dentro- y pensamos en algo nuevo, algo atrevido, algo profundo, algo aplazado, que nos gustaría hacer, que nos gustaría vivir, en el año que está por comenzar. Es cierto que la escena se repite año tras año en algún instante de los festejos decembrinos, en alguno de los pocos momentos en los que ha cesado la música, se han detenido las conversaciones y el silencio se convierte en aliado. Y también es cierto que el fuego de ese anhelo repentino suele apagarse pronto, y el sueño de hacerles el quite a las costumbres impuestas, a lo establecido, al corsé de los convencionalismos, se aplaza de nuevo hasta el final de un año que aún ni siquiera ha abierto las puertas. Quizás esa dinámica de retarse a cambiar en algún frente, de proponerse acciones inéditas y de soñar con mundos increíbles sea parte de esas mismas costumbres que a veces ahogan, y probablemente la única manera de superarlas sea evitando que el destello que las ilumina se apague tan pronto. Es decir, atreviéndose. Permitiéndose soñar. En pocas palabras, dándose la oportunidad de ser niños de nuevo. A fin de cuentas, uno de los pilares de las celebraciones de-cembrinas es la exaltación de la infancia, el elogio de esos años en los que todo parece posible, y a los cuales no habría que renunciar del todo. Y, sí, en el fin de año hay un momento en el cual, otra vez, todo parece posible: cantar como Paul McCartney, aprender portugués, restarle minutos al tiempo del último maratón, preparar con gracia la paletilla de cordero, recorrer el camino inca a Machu Picchu, traducir en palabras escritas la emoción de un atardecer… Más que prometer largas jornadas de ejercicio físico, perseverar en dietas inhumanas, rezarle a un ser en el que en realidad no creemos, llegar al punto final de un tratado que nos aburrió desde el primer párrafo… más allá de esas promesas a las que suele llevarnos la culpa por estos días, más nos valdría darles rienda suelta a los sueños y convocar a ese niño que alguna vez fuimos, antes de entrar en el nuevo año.
Sin ruta y sin prisa
Fernando Quiroz