Bicentenario: de las armas
a la Constitución
Celebramos con el bicentenario la victoria militar de los ejércitos libertadores en 1819, y la fundación del Estado de derecho en la Constitución de 1821
Celebramos con el bicentenario la victoria militar de los ejércitos libertadores en 1819, y la fundación del Estado de derecho en la Constitución de 1821. Si las armas nos dieron la independencia -siguiendo a Santander-, las leyes nos darán la libertad. Cabe entonces preguntarse, pasados dos siglos: ¿qué dice a la democracia moderna nuestro constitucionalismo ancestral? A tono con las primeras constituciones de EE. UU. y Francia, Colombia fue organizada como una república libre del pueblo soberano, fundada en la tridivisión del poder como garantía de los derechos inalienables del hombre y el ciudadano. Ya lo había proclamado Jefferson con la Declaración de Independencia de las 13 colonias: "Los gobiernos son establecidos entre los hombres para garantizar los derechos, y su justo poder emana del consentimiento de los gobernados". Si bien adoptamos la fisonomía presidencial de la nación norte-americana, la estructura unitaria del Estado nos acercó al modelo revolucionario francés. El ideal del federalismo fue pospuesto por las urgencias de la Independencia; y, al final del siglo XIX, sería enterrado en reacción al delirio radical de dividirnos en estados soberanos para luego fingir unirnos en pacto federal. La Constitución de 1991 reprodujo la forma unitaria de la república, rectificando la deriva centralista de 1886 y profundizando la descentralización y autonomía de sus territorios, asignatura por cierto pendiente de desarrollo. El Poder Legislativo fue depo sitado en un Congreso bicameral, a la manera de los parlamentos estadounidense e inglés. Pero, mientras en estos países la Cámara Baja era el asiento del pueblo, la Cámara Alta representaba a los lores o a los estados federados, respectivamente. No así entre nosotros. Entonces, ¿por qué escogimos el bicameralismo? Pesó en el ánimo de los constituyentes la expectativa de la federación una vez consolidada la independencia; también la idea bolivariana de un Senado vitalicio y aristocrático, plasmada en la Constitución venezolana de Angostura dos años atrás. Mas hoy, sin pretensiones nobiliarias ni régimen federal en ciernes, bien podría el constituyente colombiano revisar el modelo legislativo de dos cámaras prácticamente iguales en origen y funciones, retomando los debates de la Asamblea Constituyente del 91. Lo que resulta casi irreconocible de la Constitución de 1821 es la participación ciudadana. La incipiente democracia colombiana dispuso que "el pueblo no ejercerá por sí mismo otras atribuciones de la soberanía que la de las elecciones primarias" -parroquiales-, por lo que presidente, vicepresidente, senadores y representantes resultaban elegidos en sucesivas votaciones indirectas. En contraste, la Constitución de 1991 ha sido pródiga con el ejercicio directo del poder soberano por el pueblo. A su voto confió la designación de las principales autoridades legislativas y ejecutivas, y el poder de decisión sobre asuntos cruciales mediante los mecanismos de participación ciudadana. Y, por si fuera poco, la Constitución de 1821 fue tan nuestra como de Venezuela. Asimilado el malogrado intento de fundirnos en una sola república grancolombiana, el bicentenario nos permite revalidar los títulos democráticos de nuestra historia común y apoyar al país hermano en su nueva lucha de la libertad contra la dictadura. En la Villa del Rosario de Cúcuta comenzó a construir Colombia su Estado de derecho, sobre las victorias de los libertadores. Tras dos siglos casi ininterrumpidos de continuidad constitucional, podemos identificarnos con este rasgo definitorio -ese sí santanderista- de nuestra cultura política nacional.
Nuestro Estado
de derecho
Mauricio González Cuervo