Sábado, 27 de Abril de 2024

Sin límites, nada tiene sentido

ArgentinaLa Nación, Argentina 22 de enero de 2020

Había escrito aquí un texto afligido e indignado sobre el asesinato de Fernando Báez Sosa, en Villa Gesell

Había escrito aquí un texto afligido e indignado sobre el asesinato de Fernando Báez Sosa, en Villa Gesell. Sigo sin poder dejar de pensar en sus deudos; sobre todo en su mamá y en su papá, y en Virginia Pérez, que con solo 17 años le practicó maniobras de reanimación cardiopulmonar, para enterarse al día siguiente de su fallecimiento.
Pero prefiero no escribir bajo el efecto de las emociones, porque uno tiende a simplificar o llega a conclusiones sesgadas; así que descarté ese texto. Tengo, no obstante, algunas ideas que me gustaría compartir, y que no son de ahora, sino que vengo madurando desde hace décadas, desde la época en la que era un adolescente e iba a veranear a Gesell. Recuerdo que fueron tiempos pacíficos y felices, pero, sobre todo, pacíficos. ¿Cómo llegamos a esto?
En nuestra existencia, en este planeta, en el universo que nos ha tocado, todo tiene un límite. Los días tienen un límite, lo mismo que la posibilidad de cumplir nuestros sueños o la de descerrajar nuestros instintos más reptilianos. Hasta los más poderosos chocan, tarde o temprano, con una frontera infranqueable, o con otro todavía más poderoso. Acaso, solo los dioses se ven libres de constricciones. Ser humano es, por lo tanto, aprender a lidiar con los límites y con las consecuencias de trasponerlos. Es una lección cardinal que, si no se aprende temprano, deja a la mente, sobre todo a la mente inmadura, en un limbo siniestro. Un limbo en el que parece que no existen límites. Un limbo que podría incubar al facineroso.
Pero los límites existen y la mente los necesita. Ha evolucionado para funcionar bien solo si hay un techo, una medianera, una opinión opuesta, el otro. Los otros. Los confines. Pero a la fantasía desquiciada de la falta de límites suele sumársele la arrogancia y la agresión como métodos validados y el atropello como un derecho de clase, de cuna o de casta. Todo esto, anegado de alcohol.
¿Quién impone los límites? Desde la legislación hasta el clima o la mecánica clásica. Agredir a otro es un delito, excepto en defensa propia. ¿Por qué? Es obvio por qué. Pero la agresión se ha ido instalando en las discusiones de tránsito, en la cancha de fútbol, en el boliche, en las redes sociales; está por doquier.
¿Cuál es el límite de velocidad en una avenida? Sesenta kilómetros por hora. Nos guste o no, es así. ¿Por qué? Porque a más velocidad, más energía cinética. No es un capricho. En una sociedad organizada, los límites casi nunca son caprichosos. Marcan, simplemente, la diferencia entre la civilización y la selva.
Lo diré más simple. Está bien imponerles límites a los chicos. De entrada. No les va a gustar y seremos unos aguafiestas, pero está bien, es lo correcto, es nuestra obligación y nuestro deber. No es fácil, y mucho menos hoy, pero es la única forma de que no lleguen enajenados a la adolescencia y a la adultez.
Algo ocurrió en el medio, sin embargo. No sé qué fue, pero algo ocurrió. Cuando era chico, si en mi boletín aparecía una nota bochornosa, tenía un problema serio y una tarea urgente: estudiar más. Ahora, dos por tres, leo en el diario que una maestra sufrió una golpiza porque asentó una mala calificación. Inconcebible.
Sin límites, todo carece de sentido. Saber que la fiesta tiene un final es lo que la hace valiosa. ¿Es posible concederle alguna importancia a lo que perdura por siempre? No. Pero es la pretensión que nubla la mente cuando la falta de límites y el descontrol infectan la celebración y el esparcimiento. A cualquier edad.
Es tremendamente difícil escribir esta tarde, después de lo que ocurrió en Gesell. Es decir que podría estar equivocado. Pero tengo la impresión de que éramos más felices cuando el recreo duraba solo un rato y los logros exigían esfuerzo y dedicación. Cuando llegábamos a la mayoría de edad bien conscientes de los límites y de las consecuencias de nuestros actos. Hoy, en estos días agrios, siento que ya no podemos caer mucho más bajo.

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