Populismo y políticas públicas
La amplia utilización de la palabra populismo puede llevar a confusiones. Efectivamente, Chile enfrenta una amenaza desde esa postura política. Sin embargo, los riesgos económicos y sociales también emergen de malas políticas públicas que no necesariamente nacen del populismo.
Si bien el concepto de populismo tiene distintas acepciones, la más aceptada implica la conjunción de dos elementos. Primero, una autopretendida superioridad moral de quien o quienes buscan alcanzar o poseen el poder. En la práctica, esto se traduce en la descalificación a cualquiera que impulse ideas alternativas, bajo el precepto de que nadie más sabe ni puede gobernar para el pueblo. El segundo elemento es el desdén absoluto por todo tipo de élites, cuyos abusos serían el origen de los problemas sociales.
Cabe afirmar que durante las últimas décadas Chile no ha tenido gobiernos populistas. Se han cometido errores en políticas públicas, pero estos no se han debido a los deslices que genera el populismo. De hecho, en un contexto regional rico en ejemplos en este ámbito, es posible que parte del éxito y reputación nacionales se explique por la distancia que gran parte de nuestra clase política tomó respecto de ese enfoque.
Pero, las cosas están cambiando. La combinación de redes sociales, farandulización de la política y sobresimplificación de los problemas ha ofrecido tierra fértil para liderazgos que se proclaman los únicos defensores del pueblo. Tal retórica ya ha tenido efectos: fue la que originó la política de retiros previsionales.
Correlación no es causalidadResulta frecuente atribuir al populismo políticas de escaso sustento técnico. Aunque la correlación entre ambos conceptos es innegable, sería incorrecto tomarlos como sinónimos. Malas políticas públicas existen bajo gobiernos no populistas y buenas políticas pueden también ser impulsadas por gobiernos imbuidos de populismo. Algunas de las medidas de la administración de Jair Bolsonaro, en Brasil, podrían ser un ejemplo de ello.
En 2019, Brasil impulsó una de las reformas previsionales más grandes de los últimos años. En respuesta al creciente déficit fiscal, la legislación supuso la implementación de topes mínimos en la edad de jubilación -62 para mujeres y 65 para hombres- y en el tiempo de contribución a la seguridad social -15 y 20 años para mujeres y hombres, respectivamente-, implicando el ahorro aproximado de US$ 220 mil millones en una década, reorganizando un sistema caótico y aliviando las deterioradas arcas fiscales. Es claro que tal rigurosidad y visión distan de caracterizar todas las acciones del gobierno brasileño, pero el caso muestra que populismo y malas políticas no siempre vienen de la mano.
Riesgos en ChileDada la dirección del debate público nacional, es importante tomar conciencia de los riesgos del populismo. Sin embargo, esto no puede dejar en segundo plano otra amenaza, la de abandonar el rigor al abordar complejas materias de política pública.
Un tema que ha recibido cierta atención, por ejemplo, es la idea de un Ingreso Básico Universal (IBU). En el papel parece una fórmula atractiva, pero la evidencia es menos auspiciosa. El experimento de Finlandia lo ilustra. A inicios de 2017 y con casi US$ 50.000 de ingreso per cápita, ese país ejecutó el primer programa de renta básica universal, consistente en la entrega incondicional de ? 560 mensuales (US$ 680) a dos mil personas seleccionadas al azar y en condiciones de desempleo. El objetivo era obtener información respecto de los efectos en el empleo, el ingreso y el uso de programas de asistencia social. Pero los resultados sobre el mercado laboral fueron mínimos, pues los incentivos a emplearse casi no existían. Así, no sorprende que la autoridad se haya replanteado la política, sobre todo a la luz de sus altos costos. Ahora que en Chile se ha abierto una discusión sobre ampliar el actual Ingreso Mínimo Garantizado -que opera de un modo distinto, como un complemento a la remuneración de los trabajadores y no como una renta incondicionada-, es importante considerar la experiencia comparada, máxime existiendo sectores que abogan por replicar sin más el IBU.
Un segundo ejemplo de políticas públicas discutibles se da en el debate previsional. Aquí, pese a la mayoritaria posición ciudadana en favor de destinar la cotización adicional a las cuentas individuales, las negociaciones arriesgan avanzar hacia un impuesto al trabajo para financiar un pilar solidario. Se plantea que ello permitiría en el largo plazo generar un ahorro colectivo, omitiendo las dinámicas de estos sistemas y las fuerzas del cambio demográfico.
En 2050 se estima, en efecto, que habrá un número levemente inferior de personas en edad de trabajar que en 2020, pero 2,3 veces el número de mayores de 65 años. Entonces, si hoy se decide financiar un determinado aumento de pensiones solidarias con, por ejemplo, un 4% de contribución (impuesto) de los trabajadores, tal porcentaje deberá multiplicarse varias veces en los próximos años solo para sostener los beneficios ya comprometidos. De ahí que cualquier excedente en el fondo colectivo será, en último término, destinado a pagar obligaciones previsionales (no habrá ahorro).
Durante los próximos doce meses la ciudadanía tendrá el desafío de descartar el populismo. En el intertanto, será responsabilidad de la política no avanzar en iniciativas de equívoca confección.