Nuevamente nos rajamos
Hace poco, el Índice de Transparencia Internacional nos dio a conocer que la mayor parte del mundo sigue sin combatir de lleno la corrupción
Hace poco, el Índice de Transparencia Internacional nos dio a conocer que la mayor parte del mundo sigue sin combatir de lleno la corrupción. Que el mundo es un lugar menos pacífico y que la violencia está relacionada con la corrupción. Colombia quedó con una calificación de 39 sobre 100 por tercer año consecutivo; como quien dice, sacamos 3,9 en una nota máxima de 10. Pareciera que en percepción de corrupción estamos perdiendo el año, y aunque repetimos y repetimos no hay cómo pasar la materia. Para que la corrupción disminuya, concluye el informe, los gobiernos deben proteger a las personas. Y es que para proteger a las personas es importante que el sector público se dedique con más ahínco a la atención efectiva de los ciudadanos, lo cual es totalmente posible. Lo vivimos en la pandemia, esa que anunciaron justo hace tres años, cuando el sector público se volcó a proteger a los habitantes del país, a través de las secretarías y el ministerio de Salud; cuando los líderes políticos y sus equipos de trabajo pusieron su empeño por coordinar acciones, compartir experiencias y ajustar sus planes de acción para combatir un enemigo común y salvar la vida de la mayor cantidad de personas. Se protege a las personas cuando las entidades públicas tienen una mejor ejecución de recursos, esos que son la garantía de entrega de bienes y servicios. Una ejecución que muestre que las acciones de los gobiernos avanzan y es mucho mejor cuando explican, con transparencia, en qué se están gastando los recursos. Y generan más confianza ciudadana si escuchan a la gente y priorizan sus necesidades por medio de la participación y el control social. Los gobiernos también protegen a las personas cuando se cuidan a sí mismos y fortalecen sus instituciones. Con instituciones más sólidas en procesos, procedimientos y controles se garantiza una mejor gestión de lo público; con la promoción de una cultura de integridad se prioriza la gestión hacia el logro de los fines esenciales del Estado. Y con trámites fáciles, sin intermediación y con una buena experiencia de servicio, también cambian la percepción de lo público, de que es enredado, opaco o corrupto. La administración pública de nuestro país tiene una institucionalidad clara, una estructura fuerte y poderes separados, pero para que los ciudadanos se sientan protegidos es importante que, además, se fijen metas comunes y no que cada entidad se preocupe por cumplir metas individuales. Que la producción de justicia se fortalezca para disminuir la percepción de inseguridad y abandono. Que el Congreso promueva normas en pro de los ciudadanos, su bienestar y su calidad de vida. Que el Ejecutivo priorice las necesidades insatisfechas y la promoción de oportunidades. Que los organismos de control vigilen realmente el buen uso de los recursos y que los organismos autónomos, como las universidades y las corporaciones, aporten desde su gestión, innovación e investigación a construir un país pensado para todos. Pero, sobre todo y de manera especial, para salir de esta rajada que nos pegamos año tras año, es muy importante que como sociedad creamos y trabajemos en la posibilidad de transformar las percepciones, imaginarios y mensajes dominantes que nos obligan a creer que todos somos corruptos y que luchar contra la corrupción es una misión imposible. Percepciones que se distorsionan más cuando las instituciones, públicas o privadas, se muestran distantes y herméticas, cuando no son capaces de ponerse de frente al ciudadano, explicar las decisiones técnicas, la inversión de los recursos y sobre todo cuando no construyen sobre algo que va más allá de ellas mismas y es el bienestar social.
Proteger a las personas
Patricia Rincón Mazo