No es país para viejos
Pocas cosas más tristes que vivir en un país donde las voces más sonoras sean las de los recuerdos, por encima de las ilusiones.
¿O sí? Le robamos el título a los hermanos Coen (en verdad a Cormack McCarty) para zambullirnos en un tema tan complejo como acuciante. El fuerte proceso de envejecimiento de la población uruguaya que ha puesto en evidencia el último censo. Y que ha llevado a que un medio como El País de España, titulara diciendo "¿Están los uruguayos en vías de extinción?" Si vamos a los números, parecería que sí.
De la maraña de datos que muestra el censo, hay uno que revela con crudeza el problema: en 2011, tal vez coletazo tardío de los festejos del mundial de Sudáfrica, nacieron en Uruguay 46 mil niños. El año pasado, solo 32 mil. A menos que pongamos las fichas en que el proceso Bielsa reviva el furor reproductivo charrúa, tal caída augura un futuro trágico.
Y no escribimos un adjetivo tan severo a la ligera. Un país que en menos de 20 años ha visto su edad promedio pasar de 29 a 38 años, está viviendo un proceso de literal extinción. Que no solo tiene que ver con la mano de obra, con la chance de tener jubilaciones sostenibles o una economía adaptable a los cambios tecnológicos.
Hay pocas cosas más tristes que vivir en un país sin juventud, y donde las voces más sonoras sean las de la nostalgia y los recuerdos, por encima de las ilusiones.
Sobre los motivos o las posibles soluciones a este problema, ya se ha publicado columnas muy interesantes en El País. En particular, tanto Francisco Faig como Agustín Iturralde han mostrado algunos matices desafiantes al respecto. Faig sostiene que el problema es la emigración, y que no hay que comprar el discurso estimulado en los años del FA de que nos habíamos vuelto a convertir en un imán para extranjeros. Iturralde sostiene que para un país con la escala de Uruguay es casi imposible evitar que muchos jóvenes quieran ir a probar suerte a otros lados, en especial con las facilidades que brinda la tecnología para que la partida no sea tan traumática.
Es como que un pueblo del interior pretendiera evitar que sus jóvenes más pujantes intenten moverse a la capital.
Dejando de lado el rol analítico puro que debe tener una columna de opinión, nos animamos a plantear una idea. Y es si Uruguay no debería tener una oficina encargada de atraer al país un número razonable de migrantes por año. Gente de países culturalmente adaptables a nuestra realidad, y con ganas de remangarse y progresar. Teniendo en cuenta la cantidad de gente moviéndose de manera ilegal en el mundo, sobre todo en África, pero también en América Latina, no debería ser tan costoso ni irreal gestionar la llegada de un flujo razonable de migración organizada, más allá de los millonarios que vienen por la "vacación fiscal". ¿Cuánto habría que invertir para atraer a 3 mil o 4 mil migrantes por año, apoyándolos en su adaptación?
Eso sí, hecho con profesionalismo y sin voluntarismos ridículos, como fue aquella "importación" de sirios que nos trajeron Mujica y Javier Miranda, que al decir del expresidente "ni siquiera tenían manos de trabajar la tierra".
Ahora, hay algo casi tan preocupante como el problema en sí. Y es la cantidad de gente que parece no verlo. En cada nota que hemos visto sobre este tema en las últimas semanas, nunca falta un sociólogo (o más bien socióloga) que diga que la cosa no es grave. Que en verdad esto tiene que ver con que hemos logrado evitar la maternidad no deseada, y que no hay nada que se pueda hacer para revertir el proceso. Y lo dicen muy sonrientes, como si les resultara macanudo lo que pasa.
Esto parece ser, otra vez (disculpe la obsesión) una muestra del gran problema de las elites bienpensantes tercermundistas. Que copian discursos en boga en centros universitarios del primer mundo sin pasarlos por el tamiz de nuestra realidad.
Existe toda una corriente en Europa, algo menos en Estados Unidos, que defiende que los seres humanos somos demasiados. Que el planeta no nos aguanta, que hay que disfrutar más de la vida, y que la reproducción es un atavismo biológico contra el cual hay que combatir culturalmente. Incluso se habla frívolamente de que hay que "decrecer". Una mirada malthusiana y casi eugenésica que tiene entre sus más vocales defensores a dos cerebros descollantes como el rey Carlos de Inglaterra, o la reina Letizia de España.
Curiosamente, esa es la mirada que defiende en América Latina un nicho de izquierda académica que gusta defenestrar a los lectores de la revista Hola. Y esa ni siquiera es su contradicción más absurda.
El lector sabrá perdonar, pero pocas cosas nos lucen más deprimentes que vivir en un país/residencial, donde se vendan más pañales para adultos que para niños. Incluso pese a ser muy consciente (muy) de los desafíos financieros y en calidad de vida de la paternidad, algo hay que hacer.
Si los uruguayos ya somos grises, cascarrabias y melancólicos por naturaleza, imagínese lo que será vivir en este país a este paso dentro de unos añitos. No nos aguantamos ni nosotros.