La Última Cena

Qué melancólica debe haber sido la Última Cena de Jesús con sus apóstoles. Ellos probablemente intuían lo que el Señor ya sabía: el carácter de despedida que esa comida tenía. Era el fin de la misión de Cristo en la tierra, a la que solo le faltaba su más dramático y glorioso corolario: el juicio del Sanedrín, el lavado de manos de Pilatos ante una multitud vociferante, la agónica crucifixión y luego la fulgurante resurrección. Todo en muy poco tiempo, ante unos discípulos vacilantes y temerosos, seguidores imperfectos de un Maestro Divino.
En esa Última Cena posiblemente Jesús abrió más que nunca su corazón a los suyos. Allí, en ese cenáculo y en torno a una mesa provista de su amor, se celebró la primera Eucaristía de la Iglesia y fue también el escenario del sacerdocio santo y de la primera comunión, la que hasta el día de hoy nutre a muchos de nosotros. Esa Última Cena fue el primer banquete celestial, una cena en la que el pan ya supo a hostia y el vino ya supo a sangre derramada por cada uno. Ningún apóstol podía dimensionar la sacralidad del momento ni darse cuenta de que era un comensal privilegiado de la cena de la redención, pues sin duda ignoraban que la salvación de todo el género humano estaba muy próxima a acontecer.