Las almas de los imperios digitales
Si escudriñar en el alma de las personas es intrincado, intentar hacerlo respecto a países y al uso que les dan a sus herramientas digitales es temerario
Si escudriñar en el alma de las personas es intrincado, intentar hacerlo respecto a países y al uso que les dan a sus herramientas digitales es temerario. Pero eso es precisamente lo que intenta Anu Bradford, académica de la Universidad de Columbia, en su libro "Digital Empires".
En un mundo cada vez más digitalizado, la lucha por el control de la tecnología define el nuevo orden global. No es solo una disputa geopolítica, sino también de valores.
En la actual foto aparecen tres imperios. Estados Unidos, con su imperialismo de mercado, que sustenta una tecno-democracia. China, bajo uno de vigilancia estatista -bajo una tecno-autocracia-, y Europa con su ímpetu regulatorio. En palabras de Bradford: "market-drivenmodel" , "state-drivenmodel" y "rights-drivenmodel" .
La revolución tecnológica nace en Silicon Valley, con un espíritu libertario, optimista respecto al impacto tecnológico en la sociedad y desconfiado de los gobiernos, pero a su vez con un fuerte celo empresarial propio de una mentalidad de "venture capital" . O sea, una síntesis entre la creatividad hippie y la ambición yuppie .
En un contexto de irrestricta libertad de expresión, impulsada por la penetración de una internet abierta y global, sumado a la convicción de que los gobiernos no deben intervenir, surgen notables empresas como Amazon, Apple, Google, Meta y Microsoft.
Clinton y Obama se alinean con esa visión. Ese tecno-optimismo, sin embargo, empieza a decaer bajo la presidencia de Trump y Biden, impulsado por un cambio mental en sus ciudadanos, que ven a esas empresas demasiado poderosas y alimentado por una serie de escándalos de manipulación como Cambridge Analytica y los efectos del smartphone en su juventud.
Trump ataca en dos frentes. Por un lado, sobre el sesgo de las redes sociales en contra del conservadurismo estadounidense, destacándose su batalla contra Twitter. Por el otro, apuntala los temas de seguridad nacional y arremete en contra de empresas chinas, como TikTok y Huawei. Biden, por su parte, busca inyectar mayores regulaciones a las Big Tech -en un Congreso inoperativo- y fortalece la aplicación de las normas de competencia.
En sus inicios tecnológicos, China tarareó una canción similar a Estados Unidos, expandió internet (sus usuarios nacionales superan a la suma de los de Estados Unidos y Europa) y permitió que los privados se expandieran en empresas como Alibaba, JD.com, Tencent, Huawei y Xiaomi.
A la vuelta de la esquina, sin embargo, el Partido Comunista chino, exigió controlar el contenido, subsidió generosamente a sus empresas y limitó el despliegue en China de las estadounidenses. Google hizo esfuerzos, pero prefirió retirarse ante exigencias de censura de contenido. Algo similar le ocurrió a Meta, que se vio imposibilitado de introducir WhatsApp e Instagram. Apple, por su parte, accedió a alojar la data de sus clientes chinos en una empresa de ese origen, con vínculos con el gobierno.
China ha logrado -a diferencia de Europa- montar empresas que proveen servicios que compiten con las Big Tech, asegurando su autonomía tecnológica. A través de su proyecto Digital Silk Road, ha ido exportando su tecnología, destacándose su 5G, data centers, cables de fibra óptica, junto a sus estándares técnicos.
A su vez, China ha dictado estrictas leyes en materia de ciberseguridad y data -en línea con la tendencia europea-, a la vez que ha impuesto sendas multas por infracciones a la competencia a algunas de sus empresas nacionales.
Aunque carece de empresas tecnológicas relevantes -aparte de SAP y Spotify-, Europa ha echado a andar su burocracia, y ha ido dictando múltiples regulaciones para compatibilizar la libertad de expresión y de emprendimiento con valores democráticos tales como dignidad, justicia, privacidad, no discriminación y distribución.
En el 2018 Europa dictó la ley de protección de datos personales -similar a la que nuestro Congreso acaba de aprobar- y al año siguiente una directiva sobre el derecho de autor en el mercado digital. Luego, el 2022 irrumpieron la ley de mercados digitales (que establece ciertas prohibiciones a las plataformas y obligaciones de interoperabilidad) y la ley de servicios digitales (que busca morigerar sus contenidos). El 2024 Europa aprobó la ley de inteligencia artificial, que ha servido de inspiración al proyecto de ley chileno.
A la par, las autoridades europeas han sancionado a las Big Tech con millonarias multas por infracciones a la libre competencia, potenciando la figura de abuso de posición dominante.
Tanto las leyes como los casos de competencia -criticadas por su posible impacto en la innovación- han estado influyendo en los distintos países, especialmente de corte democrático. Eso es lo que se conoce como el "efecto Bruselas": la exportación de regulación europea al resto del mundo.
Las guerras tecnológicas se dan en dos planos. Uno bilateral, entre los distintos gobiernos, en donde sobresalen las constantes fricciones entre Estados Unidos y China. Otro vertical, entre los gobiernos y las empresas tecnológicas.
Hasta ahora, no hay claridad de qué va a ocurrir a futuro. Se percibe, en todo caso, que el modelo de Estados Unidos se ha ido debilitando, incorporando aspectos europeos -la sensibilidad por la data y por un contrapeso efectivo a las Big Techs- pero también chinos -esa preocupación por la seguridad y la autarquía tecnológica-.
"Puede ser -nos advierte Bradford- que esta lucha imperial fragüe en un sistema bipolar. Estados Unidos y Europa por un lado (y países de inspiración democrática), y China por el otro (junto a regímenes autoritarios), sin que ello implique un desacople total de los sistemas tecnológicos.