Jinetes del absurdo
No está claro qué podría ocurrir antes. Trump anexionando Groenlandia, Musk en Marte o Castillo implementando el socialismo en Uruguay.
No hay nada que, a simple vista, una a Juan Castillo, Elon Musk y Donald Trump.
En un país serio, Castillo ni siquiera estaría en consideración para un cargo público (un planeta normal, la verdad, tampoco tendría lugar para Trump o Musk). La culpa no es del que mira el mundo por una cerradura con la amplitud mental de una gaviota. La culpa es del que lo puso donde está.
Lo único que le faltaba para demostrar que no está a la altura era solidarizarse con la dictadura de Venezuela y basurear a la oposición de ese país. Durante cuánto tiempo tendremos que perder el tiempo con los dislates propios y los de sus camaradas.
El futuro ministro de Trabajo y Seguridad Social también dijo esta semana que, en un país con más vacas que gente, no quiere que a un niño le falte un vaso de leche. Un comentario de ese tipo solo lo puede hacer un rumiante o un niño.
Del otro lado de la vereda no son auspiciosos los chisporroteos de poca monta de una coalición que en unas semanas pasará de oficialista a opositora. No se vislumbran grandes propósitos ni mentes enfocadas en construir sobre la base de ideas que conecten con medio país. Las distracciones de hoy serán las frustraciones del futuro.
Lo que une a Trump, Castillo y Musk no es su ideología, que va desde el capitalismo con water de oro de Trump (¿hay algo más vulgar?) hasta el comunismo vintage de Castillo (¿se puede estar más ciego?), pasando por el tecnolibertarismo marciano de Musk (Elon no está bien, y se nota).
No está claro qué podría ocurrir antes. Trump anexionando Groenlandia, Musk en Marte o Castillo implementando el socialismo en Uruguay. Por el bien nuestro, que lo último nunca suceda. Que esté en un Ministerio huele a capitulación. Es más factible que el presidente estadounidense canalice su Napoleón interior o que el dueño de X colonice otro planeta, antes de que las ideas de Castillo tengan alguna utilidad.
El hombre tiene casi 70, lo cual sería un consuelo si no fuera porque la irracionalidad rejuvenece con cada generación comunista. Hagan la cuenta de los años que nos quedan por escuchar a jóvenes del partido. Ahora intenten no deprimirse.
La perversa genialidad de estos tres radica en fomentar sistemas de creencias con el hermetismo de un tupper y la profundidad de una sartén. Cuando Trump pierde una elección, es porque se la robaron. Cuando Musk se queja de censura en la red social que él mismo compró, es casi tan fascinante como cuando los comunistas dicen que el socialismo no funcionó porque no fue suficientemente socialista. Es como pretender curar una resaca con más alcohol.
No nos olvidemos del bueno de Mark Zuckerberg, fundador de Facebook y dueño de Meta, que reclamó más "energía masculina" en las empresas, afirmó que la sociedad se beneficiaría si se recuperara la cultura de la "agresión" y contó la experiencia positiva de juntarse con amigos para pegarse "un poco".
Que las personas más ricas y poderosas del planeta piensen tan poco, y tan mal, es tan inquietante como que haya gente que crea que existe una guerra contra los hombres.
El tecnoimperialismo machirulo está entre nosotros. Trump no solo quiere anexionar territorios sino que, junto a Musk, aspira a conquistar la realidad misma.
Hasta que se peleen. Ya no basta con controlar países, hay que dominar el espacio digital. Y si lo hacen los hombres, mejor. El imperialismo de siempre ahora tiene cuenta en X, desinforma, maneja un Tesla y enseña los músculos.
Sus seguidores habitan un espacio mental tan particular que hace que creer en el horóscopo parezca un ejercicio de rigor científico. Esto vale también para los comunistas.
La verdadera innovación de estos tres no es el mensaje sino su capacidad para industrializar la producción de realidades alternativas. Trumpistas, tecnolibertarios y comunistas habitan universos paralelos donde cada crítica refuerza la narrativa y cada fracaso valida la profecía.
Lo más preocupante es cómo estas tres variantes del mismo delirio se retroalimentan. En un circo global donde cada payaso tiene su propia carpa somos audiencia cautiva. El tecnolibertario juega a ser revolucionario desde su jet privado, el magnate pretende ser un outsider desde su torre dorada o desde una casa blanca, y el comunista predica igualdad mientras justifica el poder absoluto. Cada uno vende su particular versión del apocalipsis y su exclusiva receta de salvación.
Lo trágico es que sus seguidores son gente normal con ansiedades reales. Les suele faltar un elemento clave: la libertad. En una era de complejidad e incertidumbre, compran historias falsas y simples que le dan sentido a un mundo caótico donde al espacio dejado por el declive de la autoridad moral estadounidense lo aprovechan otros con intenciones aún menos santas.
La fragmentación de Occidente responde a dinámicas más complejas que los desvaríos y los mandatos del hombre naranja, y es una realidad con la que tendremos que convivir desde este rincón del globo.
Quizás la pregunta no es por qué son así, sino por qué tantos parecen necesitarlos, adorarlos y seguirlos. La solución, como suele suceder, no está en manos de un profeta, ni en las riendas sueldas de ningún jinete apocalíptico, sino en la capacidad de cada uno para diferenciar entre promesas vacías, comentarios huecos y soluciones reales.