Miércoles, 22 de Enero de 2025

Trump y las gigantes tecnológicas

ChileEl Mercurio, Chile 22 de enero de 2025

Hay una natural distancia entre el mundo de los trabajadores que apoyan MAGA y aquel representado por Silicon Valley.

Confusa, ambigua y variable ha sido la relación de Donald Trump con las empresas tecnológicas, porque ser el líder del movimiento MAGA (Make America Great Again), que promueve reconstruir lo que ellos consideran la grandeza perdida de su país, no conversa bien con el ideario e intereses de las compañías tecnológicas modernas. En rigor, MAGA quiere revivir el pujante período de EE.UU. después de la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría, pues sus seguidores añoran un país con el empleo y el modo de vida que otorgaba su industria manufacturera. Sin embargo, eso contrasta con la visión que albergan las empresas norteamericanas que lideran la revolución digital del planeta. En efecto, ellas aspiran a un mundo en que la innovación científico-tecnológica sea el camino hacia el progreso. Sueñan con la conquista del espacio, con el desarrollo de la inteligencia artificial y con dominar las enfermedades biotecnológicamente para extender la esperanza de vida de las personas en varias décadas. Aunque ambas aspiran a la grandeza, la meta con la que lo conseguirían es distinta. Los primeros miran con añoranza un pasado glorioso y los segundos ambicionan la creación de un futuro construido por emprendedores.
A Trump le rinden frutos políticos MAGA y los trabajadores que lo apoyan, pero entiende que la grandeza y poderío que las empresas tecnológicas le confieren a su país es igualmente importante, porque con esa palanca puede imponer los términos que desea en las negociaciones con el resto del planeta. Hay una natural distancia entre el mundo de los trabajadores que apoyan MAGA y aquel representado por Silicon Valley y las empresas tecnológicas, que sustituyen empleo y cambian la manera tradicional en que se desenvuelve la sociedad. Agradar a ambos simultáneamente no resulta trivial. Trump se ha visto en la necesidad de navegar ese espacio con ambigüedad.
El aceptar el apoyo decidido a su campaña, y ahora a su futura presidencia, de billonarios tecnológicos -el más relevante, Elon Musk-, el compartir con ellos en Mar-a-Lago, recibir sus contribuciones para la ceremonia de cambio de mando, incluir sus sueños en el discurso inaugural -como el de llevar seres humanos a Marte de Elon Musk-, no es fácil de compatibilizar con un discurso que promete mejorar mediante medidas populistas -por ejemplo, el alza de aranceles- las condiciones de vida de la clase trabajadora. Favorecer a las empresas tecnológicas que buscan conquistar el mundo -algo que le sirve a Trump- arriesga ser visto como lejano a los intereses de los trabajadores, y podría hacer estallar la burbuja que lo mantiene en el imaginario heroico de una parte del pueblo norteamericano, desdibujando el apoyo con que cuenta y del que se enorgullece. Todo esto, por cierto, sin entrar siquiera a la discusión sobre la inquietante concentración de poder a que puede dar lugar la influencia de la cual los gigantes tecnológicos aparentemente gozarán en el nuevo gobierno.
A pesar de eso, en su discurso inaugural quiso equilibrar una cercanía cómplice con los poderosos billonarios de esas grandes empresas y la aprobación popular que requiere para hacer lo que se propone. Afirmó lo que los trabajadores querían escuchar -que EE.UU.volvería a ser el mayor productor de coches con motor a combustión interna y que aumentaría su producción de petróleo y gas, de los que ya son los mayores productores mundiales-, pero también invitó a la ceremonia avarios de los líderes de las empresas tecnológicas con las que espera recuperar la grandeza de América.
Como todos los líderes que basan el éxito en su persona, más que confiar en las instituciones del país para hacerlo grande, Trump está tomando enormes riesgos al intentar mantenerse cercano a los billonarios tecnológicos, y simultáneamente conservar el apoyo de sus votantes tradicionales. Si hay algo que la humanidad ha aprendido en la última década, es la volatilidad de las emociones que definen el respaldo a los gobernantes. El tiempo indicará si su apuesta fue o no exitosa.
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