Semana Santa
La Semana Santa, al menos para un cristiano, es una síntesis perfecta de la condición de la vida y de la fe
La Semana Santa, al menos para un cristiano, es una síntesis perfecta de la condición de la vida y de la fe. Esta semana sirve de prefacio de lo que será la eternidad, pues al dramatismo, la tensión y el sufrimiento de Cristo en estos días (de los cuales, en alguna medida, nadie se libra) sigue el domingo de Gloria, el feliz corolario a las lúgubres y dolorosas horas de la Pasión.
Este tiempo litúrgico, por tanto, concilia la biografía con las propias creencias, los sinsabores inevitables de la existencia con una plenitud imposible siquiera de imaginar mientras somos puramente peregrinos en esta transitoriedad incesante y nunca del todo completamente satisfactoria. Entre la cruz y la resurrección transcurren los años de un cristiano, perplejo por las tristezas de las que nunca se acostumbra, pero esperanzado, confiado, en que hay un bien mayor y una victoria definitiva sobre la muerte y sobre todo aquello que afecta y perturba la vida del hombre.
Las narraciones bíblicas de estos días son estremecedoras. Poseen el sabor del sacrificio y de la despedida, de la ofrenda voluntaria y redentora del Salvador del mundo. Es Cristo que entra en agonía, cuya crucifixión abatió a sus discípulos, pero que se volvería semilla y anticipo de su esplendoroso alzamiento del sepulcro, fundamento de la fe de muchos de nosotros.