La bolsa que se paga no contamina
El carácter de una persona puede medirse por sus obsesiones, los temas que dominan su vida y no salen de su cabeza
El carácter de una persona puede medirse por sus obsesiones, los temas que dominan su vida y no salen de su cabeza. Isaac Newton estaba empeñado en convertir todo tipo de materiales en oro, Balzac se tomaba más de cincuenta tazas de café al día, lo que le permitía escribir durante horas sin parar, mientras que el actor Johnny Depp colecciona Barbies a lo que le da el bolsillo, afición desmedida que sirve para explicar en parte por qué alguien que ha ganado más de seiscientos millones de dólares por sus películas es capaz de declararse en bancarrota. Mi obsesión viene siendo las bolsas de Carulla, cosa de la que no me siento orgulloso, pero de la que tampoco me arrepiento. El tema se volvió parte de mi diario vivir en el momento que empezaron a cobrarlas con la excusa de que había que salvar el planeta, y desde entonces no solo me he repetido una y otra vez escribiendo sobre ellas hasta el hartazgo (manía por la que quiero disculparme), sino que he acumulado una cantidad de ellas que, unidas, podrían darle la vuelta al mundo, porque ¿quién sale de su casa todos los días con una en la mano en caso de que en algún momento se le ocurra pasar por el supermercado? Y mi manía ni siquiera son las bolsas, sino lo fácil que nos manipulan. A Carulla ya no le alcanza con vendernos la bolsa, sino que ahora las hacen más pequeñas para que no llevemos una, sino dos, política que encaja de maravilla con la escalada de precios de los alimentos a causa del llamado ‘impuesto saludable’. Viene muy bien la medida de poner por las nubes los precios de la comida ultraprocesada porque es barata y la consume todo el mundo, al tiempo que se disfraza de preocupación por la salud pública y no porque se necesita dinero a toda costa para mantener a un Estado cada vez más grande e ineficiente. El punto es que el mercado está lleno de todo tipo de bolsas, muchas de ellas de plástico todavía, pero es la que se regala, y no por la que se paga, la que aparentemente contamina. Y de paso, llama la atención cómo las de basura ya no aguantan un suspiro. Salvo que las llenes con bolas de algodón u hojas secas, cierras una y en el camino al depósito del edificio se desfondan o se rajan por los costados porque no resisten nada. Es como si proteger la naturaleza y al mismo tiempo satisfacer al cliente fuera una ciencia aún por inventar. Me pasó el otro día en McDonald’s, uno de mis gustos culposos. Pasa que me desvivo por la comida cutre y al menos una vez por semana me relleno de porquerías en restaurantes varios sin que nadie me vea. En aquella ocasión, al terminar mi desayuno me dirigí al compartimento donde se depositaban las sobras, solo para descubrir que la marca se había encargado de anunciar con bombos y platillos que, con el fin de ayudar a la naturaleza, el artefacto estaba hecho de material reciclado. Hasta ahí, todo bien, si se quiere. Lo malo es que había sido fabricado con los pies, con bocas de un tamaño inferior a las bandejas en las que sirven sus combos y compuertas de difícil manipulación que no se mantenían abiertas. Aquello me resultó irritante porque si el restaurante de corrientazos de la esquina diseña algo así, vaya y venga, pero que lo haga la cadena de restaurantes más grande del planeta, con más de cuarenta mil locales y cerca de dos millones de empleados, me parece inaceptable. Al igual que lo de las bolsas de basura, parece que lo hicieran solo para amargarle intencionalmente la vida al consumidor y crear luego una solución por la que puedan cobrarnos de más. Este mundo no tiene cura, está condenado desde el momento en que nació, pero si las empresas quieren jugar a salvarlo mientras ahorran costos para hacer más dinero, perfecto; solo les pido que en medio de su simulación no nos rompan las pelotas.
Una ciencia
por inventar
Adolfo Zableh Durán